lunes, 15 de febrero de 2010

Julio Llamazares – fragmento de El río del olvido

La cascada de Nocedo, tan oculta y perdida entre las peñas que los viajeros pasan muchas veces por su lado sin sospechar siquiera su existencia, esconde su belleza en la angostura de una grieta que el río de Valdorria ha abierto en plena roca para poder salvar el desnivel que lo separa del Curueño. Para llegar ella, hay que dejar, por tanto, atrás la carretera, desviarse a la izquierda por el muro que sumerge bajo ella el riachuelo y, con los pies descalzos -para no mojar las botas y para evitar los resbalones en las piedras-, recorrer los cien metros que separan la carretera de la grieta en la que brama día y noche el corazón de la tormenta. No son muchos, pero sí lo suficientemente angostos y difíciles como para que el viajero tarde tanto tiempo en recorrerlos como en llegar allí desde Montuerto. Pozos, rabiones, gargantas, torrenteras, minúsculos sifones y cascadas se suceden y encadenan sin descanso haciéndole el camino cada vez más peligroso y complicado. Hojas y babas verdes se deslizan suavemente entre sus piernas obligándole a avanzar con gran cuidado. Hasta el final del río, la grieta no se abre, tenebrosa y sombría, a la mirada del que llega y hasta su misma boca las aristas ahogan el eco de la roca y el rumor torrencial de la cascada al despeñarse entre las piedras. Pero el viajero no ha olvidado la manera de llegar hasta ella. Pese a los años ya pasados, el viajero reconcoce todavía los atajos y los pasos obligados y, al final, después de mucho andar y de volver sobre sus pasos varias veces, logra alcanzar la grieta en cuyo fondo brama como una fiera herida y prisionera de sí misma la cascada de Nocedo. E, inmóvil frente a ella, sobrecogido el ánimo, enciende un cigarrillo y se queda mirándola con la misma emoción y con el mismo vértigo con los que la miraba siendo niño, hace ya tantos veranos, tanto tiempo.

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