martes, 29 de diciembre de 2009

Roque Dalton - Desnuda

De Mary Jane Ansell

Amo tu desnudez
porque desnuda me bebes con los poros
como hace el agua cuando entre sus paredes me sumerjo.
Tu desnudez derriba con su calor los límites,
me abre todas las puertas para que te adivine,
me toma de la mano como un niño perdido
que en ti dejara quietas su edad y sus preguntas.
Tu piel dulce y salobre que respiro y que sorbo
pasa a ser mi universo, el credo que me nutre,
la aromática lámpara que alzo estando ciego
cuando junto a las sombras los deseos me ladran.
Cuando te me desnudas con los ojos cerrados
cabes en una copa vecina de mi lengua,
cabes entre mis manos como el pan necesario,
cabes bajo mi cuerpo más cabal que su sombra.
El día en que te mueras te enterraré desnuda
para que limpio sea tu reparto en la tierra,
para poder besarte la piel en los caminos,
trenzarte en cada río los cabellos dispersos.
El día en que te mueras te enterraré desnuda
como cuando naciste de nuevo entre mis piernas.

Elisa Lazo de Valdez

Elisa Lazo de Valdez es una artista nacida en Lima, Perú, que vive y trabaja actualmente en Portland, EEUU. Inicialmente, la fotografía solo era una referencia para sus proyectos de ilustración, pero pronto comenzó a ser su actividad artística principal.

lunes, 28 de diciembre de 2009

Alina Lebedeva

Alina Lebedeva  es una fotógrafa rusa que vive en Moscú, con un impresionante portfolio lleno de retratos femeninos de sorprendente y melancólica belleza. Sus fotografías alternan el blanco y negro y el color, así como el desnudo y la moda. Sus modelos parecen haber perdido la sonrisa sumidas en un mundo de luces y sombras que ella crea tanto en estudio como en exteriores. De la misma forma, estas respiran erotismo y sensualidad, fragilidad y cierta decadencia que hace de sus mujeres extraños seres en perfecta armonía con un mundo que no parece intimidarlas.

Idea Vilariño - O fueron nueve

 

Tal vez tuvimos sólo siete noches
no sé
no las conté
cómo hubiera podido.
Tal vez no más que seis
o fueron nueve.
No sé
pero valieron
como el más largo amor.
Tal vez
de cuatro o cinco noches como ésas
pero precisamente como ésas
tal vez
pueda vivirse
como de un largo amor
toda una vida.

Y AHORA TÚ... NINFA DUARTE.


Te entrego una página en blanco mi vida
para que la llenes de ti...
Los instantes sublimes serán su marco,
estrellas y luciérnagas le darán brillo
y saldrán a danzar mis sentires
al son melodioso de tus palabras...
Agua cristalina, pétalos, trinos, besos...
serán el paisaje donde la ternura derramara
su caudal inagotable de amor...
Ángeles y querubines entonarán loas
ante el altar de las pasiones
y en mis noches, tú con tonos de rojo encendido,
de ardientes placeres y la piel llameante...
Todo en torno es ternura,
aún en el placer,
aún en mis besos,
aún en el éxtasis...
Amo el calor de tus palabras,
un desnudarse y gritar
decencias,
demencias,
ardores y dolores...
Un desborde intenso de locas pasiones
y la entrega total
en el momento final,
en la ternura acariciante
del beso que florece en tus labios.

domingo, 27 de diciembre de 2009

Rubén Dario - Carne, celeste carne de la mujer

 

¡Carne, celeste carne de la mujer!
Arcilla-dijo Hugo-, ambrosía más bien,
¡oh maravilla!,la vida se soporta,
tan doliente y tan corta,
solamente por eso: roce, mordisco o beso
en ese pan divino
para el cual nuestra sangre es nuestro vino.

En ella está la lira,
en ella está la rosa,
en ella está la ciencia armoniosa,
en ella se respira
el perfume vital de toda cosa.
Eva y Cipris concentran el misterio
del corazón del mundo.

Cuando el áureo Pegaso
en la victoria matinal se lanza
con el mágico ritmo de su paso
hacia la vida y hacia la esperanza,
si alza la crin y las narices hincha
y sobre las montañas pone el casco sonoro
y hacia la mar relincha,
y el espacio se llena
de un gran temblor de oro,
es que ha visto desnuda a Anadiomena.

sábado, 26 de diciembre de 2009

Fotografía: David Field

David Field  es un fotógrafo americano que tiene de fondo sus raíces en la ilustración, donde el concepto y la composición son esenciales. Estos fundamentos son la base de su fotografía. Sus imágenes son frecuentemente premiadas en publicaciones como PDN y Communication Arts, y han sido mostradas en páginas de Eyemazing, Flaunt, y Blackbook. Desde su graduación en The Savannah College of Art and Design, David vive y trabaja en Nueva York.

viernes, 25 de diciembre de 2009

Elene Usdin

Elene Usdin es una artista con sede en Francia que comenzó como ilustradora y cuya pasión por la fotografía arranca en el 2002, después de comprar una cámara nueva, pensando que era la mejor manera de experimentar y crear con un control total. Es miembro del colectivo Hartland Villa y ha publicado sus ilustraciones en varias revistas de todo el mundo, así como creado algunos libros para niños.

martes, 22 de diciembre de 2009

Fotografía: Petr Flynt

Petr Flynt es un fotógrafo nacido en la República Checa, más próximo a la edad de jubilación que a la adolescencia. Cuenta en su biografía que, cuando su padre le leía cuentos de pequeño, él se fijaba más en las ilustraciones que en las palabras. Esa fue la razón por la que no le permitirían leer la Odisea hasta no ser algo mayor, ya que la edición de la familia estaba trufada de dibujos de desnudos. Ahí descubrió Petr que la belleza y el misterio corrían parejos. A los 15 años le robó la cámara de fotos a su padre y comenzó a utilizarla tomando imágenes de la que más tarde sería su mujer. Tras estudiar en la Universidad y realizar el servicio militar, mientras iniciaba sus prácticas de medicina como asistente del doctor de una pequeña población, se apuntó a un club de fotografía. Tenía 31 años cuando obtuvo su primer galardón. Hoy en día tiene su propio estudio, y realiza exposiciones individuales.

y ahora.... el yogour‏

Después de desnudarte, ato tus muñecas al cabecero de la cama... las piernas algo abiertas, libres si me prometes no moverte.Ahora puedes elegir el sabor, el sabor de tu yogour favorito.... fresa? esta bien...
Bien frio y bien batido, comienzo a derramar el frio hilo alrededor de tus labios.... solo un pequeño retazo... desciendo, me sitúo sobre tus senos.... dibujo con el liquido el contorno esplendido... subo a borbotones hacia la oscura aureola... tu piel se eriza... tus labios se cierran dejando escapar un ahogado y contenido gemido... tus pezones se disparan cuando los entierro bajo el gélido y espeso liquido...
Todo guerrero tiene su descanso y alimento... el mío, tras batallar ascendiendo a tus cumbres es.... lamerlas con fricción... recorrer el lácteo camino con mi ansiosa lengua... con mis hambrientos labios... succionar hasta el ultimo rastro de mi postre... y en ello, atrapar entre mis delicados dientes tus enhiestos pezones hasta que se vean liberados de su color actual...
Una vez repuesto, alimentado, descansado y con calor del deseo invadiéndome... continuo con tu yogour... esta vez el camino desciende atravesando tu ombligo en dirección a tu aviesa intimidad... con exquisito tacto, me aproximo a tu sexo adivinando en el, la henchida fuente de tu placer y con travieso tino...derramo un sucinto hilo de yogour sobre el... al frio y húmedo contacto, le noto brillar, desperezarse y escapar de entre los pliegues que lo protegen, elevarse para convertirse en la certera diana de mis próximas caricias, de mi desatado deseo de saborearte, paladearte como un gourmet....
Derramo por completo el resto de yogour entre tus piernas. Me hundo en ti y hundo mi lengua entre tus labios buscándote... tu humedad se mezcla con el yogour.. tu sabor se trasmuta y yo enloquezco tratando de lamer todos y cada uno de tus poros... recorro tus pliegues... hurgo en ellos... tu clítoris surge deseoso de entre ellos y mi lengua se funde con el... mientras ambos bailan enloquecidos, mi dedo índice, untado de ti y del yogour se aproxima a tu distendido ano...
Tu piernas se agitan al unísono con tu sexo... mi dedo y mi lengua se han fundido contigo... tu placer esta cerca... cerca.... cerca...........Te derramas en mi y me inundas... y como un naufrago en un desierto.... busco como un poseso cada gota, cada rastro, cada indicio de ti.... y en la búsqueda, llegas..... y llegas de nuevo en mi.... sobre mi.... para mi..

Gian Paolo Tomasi

Gian Paolo Tomasi  (Milán, 1959) es un fotógrafo que sabe fusionar pintura y fotografía en un mismo marco de manera excepcional.

lunes, 21 de diciembre de 2009

Pintura: Damian Loeb

Damian Loeb es un pintor americano nacido en New Haven, Connecticut, el 9 de Mayo de 1970. Artista autodidacta se traslada a New York a principios de los 90. Descubierto en 1999 por Jeffrey Deitch (el fundador de Deitch Projects, una galería de Arte Contemporáneo de New York), hace su primera exposición individual, y a partir de entonces sus pinturas recorren diferentes galerías y museos de todo el mundo, tanto a nivel individual como colectivo. Su obra aparece en varias colecciones privadas de gran prestigio y ha atraído la atención de numerosos coleccionistas.

Pintura: Nathalie Vogel

Nathalie  es una pintora de tercera generación que estudió arte en París y Lyon. Su madre y su abuela eran también consumadas pintoras. También se formó en la New York Academy of Art con Alyssa Monks  .Nathalie ha pintado murales de estilo más clásico durante su estancia de varios años en Virginia antes de mudarse a Nueva York. Ella diseñó y realizó los decorados y vestuarios del musical Lovesphere 7: The Golden Spiral. Aquí  se pueden ver algunas de sus antiguas obras. En su web, están sus nuevos trabajos.

Sonaba el Adagio de Albinoni...

"Sonaba el Adagio de Albinoni, apenas escuchaba la música y para intensificar los sentidos te vendaré los ojos, te dije.Las notas ascendían mientras te mordía los labios y acariciaba tu espalda perdiéndome entre tus nalgas, descansando sólo para susurrarte al oído: escucha, escucha y siente cada nota arañándote el alma.Cada nueva nota que salía del órgano se fundía con cada nuevo suspiro que mis dedos te arrancaban entre tus piernas y siempre recordándote: disfruta del Adagio, siéntelo dentro, pero no se te ocurra correrte hasta que cese la música...El sonido aumentaba el ritmo al igual que mi respiración, indicándome que no aguantarías mucho más. Retire mis dedos y al compás del violin iba entrando en tí, sacando cada nota de ti, arañandote por dentro, acariciando con mi pene tu sexo, tensando con mi arco tu interior.Aquella noche te arañe el alma, aquella noche fuimos el instrumento de cuerda frotada representando la obra de Albinoni, aquella noche usando nuestros cuerpos de instrumentos te saque todas tus notas pisando con mis dedos las cuerdas de tu diapasón, haciendote vibrar cuando mi arco entrando en tu puente te frotaba."

domingo, 20 de diciembre de 2009

TEXTURA DEL SUEÑO. GIOCONDA BELLI.


No he visto el día
más que a través de tu ausencia,
de tu ausencia redonda que
envuelve mi pasado agitado,
mi respiración de mujer sola.
Hay que están hechos para morirse
o para llorar,
días poblados de fantasmas y ecos
en los que ando sobresaltada,
pareciéndome que el pasado
va a abril la puerta
y que hoy será ayer,
tus manos, tus ojos,
tu estar conmigo,
lo que hasta poco era tan real
y ahora tiene la misma textura
del sueño.

sábado, 19 de diciembre de 2009

Kiéra Malone

Kiéra Malone es una pintora francesa que presenta una obra llena de sensibilidad y erotismo a partes iguales y que deja reflejado en sus retratos y sus desnudos. Pinturas al óleo, dibujos al carboncillo, pastel seco. Sus diferentes estilos se combinan en una conjunción perfecta que rodea todo su trabajo. Kiéra nos absorbe tanto con sus retratos de hombres y mujeres, como con sus pinturas étnicas o su fauna.

“El amor, la ternura, la inocencia, la bondad, la fragilidad… una sonrisa, una mirada, una lagrima… son mis fuentes de inspiración!… me alimento de cada expresión… sacando del corazón la eterna búsqueda del otro.” (Kiéra Malone)

Alex Kanevsky

Alex Kanevsky es un artista que ha desarrollado su talento entre Lituania y los Estados Unidos. En su web no se encuentra biografía ni nada que se le parezca, ya que la única pretensión de este artista es que sus pinturas y fotografías hablen por sí solas.

viernes, 18 de diciembre de 2009

DINA POSADA - CINTA ABISMAL

De Emil Cadoo


Es tu lengua
acierto de vigilia
dejándose llevar
por el lascivo
inquieto
travieso
viento moreno
de mis muslos
Hebra de agua tibia
descubriendo
mis pechos despiertos
piruetea con la gana
que el espejo refleja
en una marejada
de pulsos agitados
Lápiz de filo diligente
perfilando mi abertura
que se explaya
enardece
y grita
soltando su vena
salpicando los sentidos
Voluntad de labios
sometiendo
labios a su voluntad
Anzuelo que pesca
sujeta
y
vuela
con mi carne
al punto preciso
donde el resuello
dice
que termina
y
la quietud
clama
por nacer.

EROS (Manuel González)

Lokita69

Estimulo con decisión cada pétalo sensual

que a cada instante florece y derrama

entre tus senos el pecado, el mordisco preciso

que nos hace sucumbir en el edén de nuestro delirio.

Me adhiero a tu vello púbico ...como náufrago,

tal vez para inmortalizarte, en la sublime esencia

opiácea que tus humedades convocan,

al festín profanado de mi lengua.

Aunque seas la ilusión de mis sueños,

nada me excita más que el olor de tu piel ebria,

tus exquisitos secretos paladeados,

ocultos laberintos de pasión exacerbada.

Tu cuerpo rugiendo oceánicamente un arco irisado

hacia el paraíso de Eros, al ritmo más frenético

de tu sangre chorreando baladas de gemidos,

acompasados del semen derrotado,

en la voraz contienda... a duelo con tu sexo.

Homero Aridjis – fragmento de PERSÉFONE

Un río carnal abre los muslos. Perséfone se abre como una escalera estrecha y empinada. Perséfone ríe al borde sus fibras nerviosas. Navegan barcos por mar desconocido. Navega un dios en sí mismo enlazado. El cuello de los cisnes en un solo cuello. Perséfone me mira como yesca que acecha el fuego. Pone los codos sobre las rodillas, mete la cabeza entre las manos. Se sienta en sus cojines suaves. Se sienta sobre un lecho que por las arrugas de las mantas parece un trono rudo. Mis manos friccionan con ardor sus miembros. En sus miembros se confunde lo blanco de su piel, lo rojo de su ardor. A sus miembros que fricciono llegan su silencio, su emoción, sus gestos. Un mismo calor anima su corazón, sus pies, sus dedos. El fuego le abre el cuerpo, igual que un incendio descubre en una casa muchas ventanas, muchos ojos. Igual que si se hubiera vuelto su interioridad hacia afuera, y un color propio la recorriera matizando sus rasgos. Me adentra. No pienso. Mis sentidos despiertan. Oigo mi cuerpo, oigo su cuerpo enredarse en el mío. Crecen los dos, enmudecen, maduran, se avejentan, mueren. Oigo el eco de su desaparición, de su nacimiento. Oigo. Que no están, que llegan, que se van. Siento su cuerpo. Toca con mil poros abiertos a mi piel. Me roza con mil manos y muslos. Me roza con pedazos de carne que se labia, se hiende. Mojándome. Huelo su origen. Su deseo. Su deseo. Su ceniza. Sus cabellos húmedos de mis cabellos. Su roce que es mi roce. Veo la palabra que no dice en su lengua curvada, alargada hasta mi lengua. Su sexo que entraña mi sexo. Sus pies extendidos. Su movimiento sacando chispas de las sábanas con las caderas. Su hundimiento en el colchón. Su levantarse y caer y sonar. La oscuridad momentánea de su boca, de sus axilas, de su cuello y sus brazos. Llena mi ver una rodilla. Un brazo. Un ojo. Un cabello entre mis labios. Un trozo de muslo. Un pedazo de vientre. El ombligo. Sus cabellos. Su ombligo. Su cara vuelta a la derecha. Su cara vuelta a la izquierda. Su mentón apuntando hacia arriba y hacia abajo. Su cuerpo recogido. Su cuerpo diagonal. Su ombligo. Su oreja. Sus cabellos. Su sexo. Su boca que se ahonda y se ahonda, que se sumerge por adentro de ella, que cae y cae, toca mi sexo, sube por mi cuerpo, se convierte en mi boca que la besa en su boca que se ahonda, y cae en mí, y cae en ella.

Fotografía: Bill Henson

El fotógrafo australiano Bill Henson nace en Melbourne, Australia, en el año 1955. Ha expuesto sus obras en numerosas exposiciones internacionales. Algunas de sus obras han causado gran polémica, cuando el fotógrafo exhibió algunos de sus trabajos en la galería Roslyn Oxley de Sidney en las que aparecían adolescentes desnudos, la galería australiana tuvo que retirar unas fotos del autor debido a la polémica que causó, después de ser visitada la exposición por la policía. Bill Henson se encuentra interesado en la adolescencia y en la juventud, el fotógrafo australiano muestra un gran interés en captar la belleza de éstas. Uno de los aspectos más interesantes de su trabajo es el tratamiento de la luz, el uso que hace del claroscuro y la intensidad del contraste en sus fotografías.

miércoles, 16 de diciembre de 2009

Dibujame...

De Bob Carlos Clarke – Erotismo, Drama y Sensualidad

Dibújame... me dijiste
Con los pinceles de mis dedos...
te dibujaré,
Con esquisito cuidado trazare tu contorno..
deslizando el pinzel de mis labios
sobre ti
me apoderaré del perfil de tus nalgas
conquistaré el firme volumen de tus senos
ascenderé las cimas de tus caderas
descenderé a la sima de tu sexo
recorreré sus pliegues
recorreré su longitud, su grosor...
recogeré con mi pincel su olor, su sabor...
Y cuando tenga conmigo toda tu intimidad
dibujaré en ti todo el color de mi deseo,
transformado yo,
en el mas delicado y enhiesto pincel
y tu, transformada
en el mas suave
y recogido lienzo
que pintor alguno pudiera desear
para inmortalizar su arte....
su amor

martes, 15 de diciembre de 2009

Anaís Nin - Elena


Mientras esperaba el tren para Montreux, Elena examinaba a las personas que se hallaban a su alrededor, en los andenes. Cada viaje despertaba en ella la misma curiosidad y esperanza que uno siente antes de que el telón se levante en el teatro; la misma agitada ansiedad y expectación.
Reparó en varios hombres con los que le hubiera gustado hablar, preguntándose si iban a tomar el mismo tren que ella o, simplemente, habían acudido a despedir a otros pasajeros. Sus anhelos eran vagos, poéticos. Si se le hubiera preguntado de pronto qué estaba esperando, hubiera podido contestar: «Le merveilleux.» Su ansiedad no procedía de ninguna región precisa de su cuerpo. Era bien cierto lo que alguien dijo de ella después de que criticara a un escritor a quien había conocido: «No puedes verlo tal como es; no puedes ver a nadie como realmente es. El tiene que decepcionarte a la fuerza, porque tú estás esperando a alguien.»
Esperaba a alguien cada vez que una puerta se abría, cada vez que asistía a una fiesta, en cualquier reunión, cada vez que entraba en un café o en un teatro.
Ninguno de los hombres en los que se había fijado como compañeros deseables para el viaje tomó el tren, así que abrió el libro que llevaba. Era El amante de Lady Chatterley.
Tiempo después, Elena no recordaba nada de aquel viaje, excepto una sensación de tremendo calor corporal como si se hubiera bebido una botella entera del más escogido de los borgoñas, y la gran furia que la poseyó al descubrir un secreto que le parecía criminalmente oculto a todo el mundo. En primer lugar, descubrió que nunca había conocido las sensaciones descritas por Lawrence; en segundo lugar, que en eso consistía su ansiedad. Pero había otra verdad de la que ahora era del todo consciente. Algo había creado en ella un estado de perpetua defensa contra las auténticas posibilidades de experiencia, un impulso de salir volando que la alejaba de los escenarios del placer y de la expansión. Muchas veces había llegado al mismo límite, y entonces había echado a correr. Se increpaba ella misma por lo que se había perdido, por lo que había ignorado.
Dentro de sí, yacía agazapada la mujer sumergida en el libro de Lawrence, expuesta, sensibilizada y preparada como por mil caricias para la llegada de alguien.
Una nueva mujer se apeó del tren en Caux. No era éste el lugar donde le hubiera gustado iniciar su viaje; Caux se hallaba en la cumbre de una montaña, aislada, y desde allí se divisaba el lago de Ginebra. Era primavera, la nieve se estaba fundiendo; el tren jadeaba montaña arriba, y Elena sentía irritación por su lentitud, por los lentos gestos de los suizos, por los lentos movimientos de los animales y por la estática pesadez del paisaje, que contrastaban con su humor y sus sensaciones, impetuosos como arroyos de montaña. Se proponía no permanecer allí largo tiempo; se quedaría hasta que su nuevo libro estuviera listo para ser publicado.

Desde la estación, caminó hacia un chalet que parecía sacado de un cuento de hadas; la mujer que le abrió la puerta parecía una bruja. Miró fijamente a Elena con sus ojos negros como el carbón, y la invitó a pasar. Elena tuvo la sensación de que toda la casa había sido construida para ella, con puertas y mobiliario más pequeños que lo normal. No se trataba de una ilusión, pues la mujer se volvió hacia ella y dijo:
-Aserré las patas de las mesas y las sillas. ¿Le gusta mi casa? La llamo Casutza, o sea, «casita» en rumano.
Elena tropezó con un montón de botas de nieve, chaquetas, gorros de piel, capas y bastones, situado junto a la entrada. Esos objetos habían desbordado el guardarropa y se habían quedado en el suelo. Los platos del desayuno estaban aún en la mesa.
Los zapatos de la bruja sonaron como zuecos cuando empezó a subir las escaleras. Tenía voz de hombre y una pequeña línea de vello negro alrededor de los labios, como el bozo de un adolescente. Su voz era intensa y pesada.
Mostró a Elena su habitación. Se abría a una terraza, dividida por paneles de bambú, que se extendía por el lado soleado de la casa, sobre el lago. Elena no tardó en echarse allí, aunque temía los baños de sol, pues la volvían ardiente, apasionada, consciente de todo su cuerpo. En ocasiones se acariciaba ella misma. Ahora cerró los ojos y evocó escenas de El amante de Lady Chatterley.



Continúa...




Durante los días que siguieron dio largos paseos. Siempre se retrasaba para almorzar, y entonces madame Kazimir la miraba fijamente, con expresión airada, y no le hablaba mientras le servía. A diario iba gente a ver a madame Kazimir para tratar de los pagos de la hipoteca que pesaba sobre la cusa. La amenazaban con venderla. Estaba claro que moriría si la privaban de su casa, su concha protectora, su cascara de tortuga. Al mismo tiempo, rechazaba huéspedes que no le gustaban y se negaba a aceptar hombres.
Acabó rindiéndose a la vista de una familia -marido, mujer y una niñita- que llegó una mañana directamente del tren, cautivada por el fantástico aspecto de la Casutza. No tardaron en hallarse sentados en el porche contiguo al de Elena, desayunando al sol.
Un día Elena se encontró con el hombre, que caminaba solo hacia el pico de la montaña que se elevaba detrás del chalet. Andaba de prisa, le sonrió al pasar y conánuó como si le persiguieran sus enemigos. Se había quitado la camisa para recibir de lleno los rayos del sol. Mostraba un magnífico torso de atleta, ya dorado. Su cabeza era juvenil, despierta, pero cubierta de cabello que empezaba a encanecer. Los ojos no eran del todo humanos; tenían la mirada fija e hipnótica de un domador de animales, con algo de autoritario y violento. A Elena le recordaba la expresión de los chulos que permanecían de pie en las esquinas del barrio de Montmartre, con sus gorras y sus bufandas de colores chillones.
Aparte sus ojos, aquel hombre era aristocrático. Sus movimientos eran juveniles e inocentes. Se bamboleaba al andar, como si estuviera un poco borracho. Concentró toda su fuerza en la mirada que lanzó a Elena y luego sonrió inocentemente, con franqueza, y siguió caminando. Elena quedó perpleja ante aquella mirada, y su descaro casi le inspiró ira. Pero su juvenil sonrisa disipó el efecto molesto de los ojos, y le produjo una sensación que no pudo aclarar. Decidió volverse.
Cuando llegó a la Casutza, se sintió incómoda. Quiso marcharse. La invadía ya el ansia de escapar y eso le permitió darse cuenta de que estaba frente a un peligro. Pensó regresar a París. Pero al fin se quedó.
Un día el piano, que se apolillaba en el piso de abajo, empezó a emitir música. Las notas ligeramente desafinadas sonaban como las de los pianos de los bares pequeños y obscuros. Elena sonrió. El desconocido estaba entreteniéndose. En realidad, su forma de tocar excedía las posibilidades del piano, al que arrancaba un sonido completamente ajeno a su insulsa naturaleza burguesa; algo que nada tenía que ver con lo que en tiempos había tocado en él una muchachita suiza de largas trenzas.
De repente, la casa se había alegrado y Elena tenía ganas de bailar. El piano se detuvo, pero no antes de que la música le hubiera dado cuerda como si fuera una muñeca mecánica. Sola en el porche, giró sobre sus pies como una peonza. De la manera más inesperada, una voz de hombre cerca de ella dijo:
-¡Menos mal que en esta casa hay personas vivas! Y se echó a reír.
Se había puesto a mirar tranquilamente por entro las cañas de bambú, y ella pudo ver su rostro allí pegado, como el de un animal en una jaula.
-¿Viene usted a dar un paseo? -le preguntó el hombre-. Creo que este lugar es una tumba; la Casa de los Muertos. Madame Kazimir es la Gran Petriticadora. Quiere convertirnos en estalactitas. Se nos permitirá soltar una lágrima cada hora, colgando del techo de alguna cueva, lágrimas de estalactita. Así se conocieron Elena y su vecino. Lo primero que él dijo fue:
-Tiene usted la costumbre de echarse atrás. Empieza a andar y se echa atrás. Eso está muy mal; es el primero de los crímenes contra la vida. Yo creo en la audacia.
-Las personas expresan su audacia de diversas maneras -objetó Elena-. Yo acostumbro a echarme atrás, como usted dice, pero entonces me voy a casa y escribo un libro que se convierte en una obsesión para los censores.
-Eso es malgastar las fuerzas naturales. -Pero yo utilizo mi libro como si fuera dinamita, lo coloco donde quiero que se produzca la explosión, y me abro paso a través de ella.
Mientras pronunciaba estas palabras, sonó una explosión en algún lugar de la montaña, donde se estaba abriendo una carretera, y se echaron a reír por la coincidencia.
-Así que es usted escritora. Yo soy hombre de muchos oficios: pintor, escritor, músico y vagabundo. La esposa y la criatura están alquiladas temporalmente, por mor de las apariencias. Me he visto obligado a utilizar el pasaporte de un amigo, que a su vez se ha visto forzado a prestarme la esposa y la hija. Sin ellas, yo no estaría aquí. Tengo un don especial para irritar a la policía francesa. No he asesinado a mi portera, aunque tendría que haberlo hecho. Me ha provocado las veces suficientes para ello. Simplemente, como algunos otros revolucionarios verbales, he exaltado la revolución en voz demasiado alta a lo largo de demasiadas veladas en el mismo café, y uno de la secreta era uno de mis más fervientes seguidores. ¡Tanto que me seguía! Mis mejores discursos los pronunciaba siempre cuando estaba borracho.
Usted nunca ha estado allí -prosiguió el hombre-; usted nunca va a los cafés. La mujer más obsesiva es aquella que no puede encontrarse en el café atestado donde uno la está buscando, aquella que debemos cazar y perseguir a través de los disfraces que adopta en sus historias.
Sus ojos, sonrientes, se mantenían sobre ella mientras hablaba. Permanecían fijos en Elena con el conocimiento exacto de sus evasivas y elusiones, y actuaban como un catalizador, enraizándola en el lugar donde permanecía de pie; el viento le levantaba la falda, como la de una bailarina, y henchía su cabello como si fuera a alejarse a toda vela. El hombre se daba cuenta de la capacidad de Elena para volverse invisible, pero su fuerza era mayor, y podía mantenerla inmóvil allí todo el tiempo que quisiera. Sólo cuando volvió la cabeza hacia otro lado quedó ella libre de nuevo, pero no tanto como para escapársele.
Al cabo de tres horas de caminar, cayeron en un lecho de hojarasca, cerca de un chalet. Se oía una pianola.
El sonrió y dijo:
-Este sería un lugar maravilloso para pasar el día y la noche. ¿Le gustaría a usted?
La dejó que fumara tranquilamente, echada sobre las hojas. Ella no contestó. Pero le sonrió.
Luego se dirigieron al chalet, donde él pidió comida y una habitación. La comida debían subirla al cuarto. Dio las órdenes con suavidad, sin dejar dudas respecto a sus deseos. Su decisión en los hechos triviales dio a Elena la sensación de que vencería con idéntica facilidad todos los obstáculos que se opusieran a sus grandes deseos.
No sintió ninguna tentación de retroceder y evitarlo. Notaba que se exaltaba por momentos, que estaba alcanzando aquella cumbre de emoción que habría de arrojarla de sí misma para bien; que la llevaría a abandonarse a un extraño. Ni siquiera conocía su nombre; tampoco él sabía el suyo. La franqueza de su mirada era como una penetración. Se puso a temblar mientras subía la escalera.
Cuando se hallaron solos en la habitación, con su inmensa cama pesadamente labrada, lo primero que hizo Elena fue dirigirse al balcón, y él la siguió. Sintió que el gesto que él iba a hacer sería posesivo, ineludible. Aguardó. Pero no había esperado lo que sucedió.
No era ella quien dudaba, sino aquel hombre cuya autoridad la había arrastrado hasta allí. Permanecía en pie frente a ella, disminuido de pronto, torpe, con la incomodidad reflejada en sus ojos. Con una desarmante sonrisa, dijo:
-Debes saber, claro está, que eres la primera mujer de verdad que he conocido; una mujer a la que podría amar. Te he obligado a venir y quiero estar seguro de que deseas estar aquí. Yo...
Al percatarse de su timidez, ella sintió una ternura inmensa; una ternura que nunca había experimentado antes. Su fuerza se inclinaba ante Elena, dudaba ante la plenitud del sueño que se había forjado entre ellos. La ternura la sumergió. Fue ella quien se movió hacia el hombre y le ofreció la boca.
El la besó y apoyó sus manos en los senos de Elena. Ella sintió luego sus dientes. La estaba besando en el cuello, donde palpitaban las venas, y en la garganta, y sus manos parecían querer separarle la cabeza del resto del cuerpo. La dominaba el deseo de ser tomada plenamente. A medida que la besaba, la iba desnudando. La ropa cayó a su alrededor y permanecieron de pie, besándose. Luego, sin mirarla siquiera, la arrastró a la cama, todavía con su boca sobre el rostro, la garganta y el cabello de Elena.
Sus caricias poseían una extraña cualidad. Unas veces eran suaves y evanescentes, otras, fieras, como las caricias que Elena había esperado cuando sus ojos se fijaron en ella; caricias de animal salvaje. Había algo de animal en sus manos, que recorrían todos los rincones de su cuerpo, y que tomaron su sexo y su cabello a la vez, como si quisieran arrancárselos, como si cogieran tierra y hierba al mismo tiempo.
Cuando cerraba los ojos sentía que él tenía muchas manos que la tocaban por todas partes, muchas bocas tan suaves que apenas la rozaban, dientes agudos como los de un lobo que se hundían en sus partes más carnosas. El, desnudo, yacía cuan largo era sobre ella, que gozaba al sentir su peso, al verse aplastada bajo su cuerpo. Deseaba que quedara soldado a su cuerpo, desde la boca hasta los pies. La recorrieron estremecimientos. El murmuraba de vez en cuando, pidiéndole que levantara las piernas como Elena nunca lo había hecho, hasta que las rodillas tocaron su barbilla. Le susurró que se volviera, y recorrió su espalda con las manos. Descansó dentro de ella, luego se echó de espaldas y aguardó.
Elena, incorporándose, se apartó con el cabello despeinado y los ojos con expresión drogada, y lo vio, como a través de una neblina, tendido boca arriba. Se encogió hacia los pies de la cama, hasta que alcanzó con la boca su miembro y empezó a besarlo. El suspiró. El pene acusaba suavemente cada beso. La miraba. Puso la mano sobre su cabeza y la presionó hacia abajo para que la boca cayera sobre su miembro. Dejó la mano donde estaba mientras ella se movía arriba y abajo, hasta que la dejó caer; con un suspiro de insufrible placer, la dejó sobre el vientre y permaneció inmóvil, con los ojos cerrados, saboreando su gozo.
Ella no podía mirarlo como él la miraba, pues sus ojos estaban empañados por la violencia de sus sensaciones. Cuando lo miraba, se sintió de nuevo impelida, como por una fuerza magnética, a tocar su carne, con la boca o con las manos o con todo el cuerpo. Se restregó contra él con lujuria animal, disfrutando de la fricción. Luego, se dejó caer sobre el costado y permaneció tendida, tocando la boca de su amante como si la estuviera moldeando una y otra vez, como un ciego que pretende descubrir la forma de la boca, los ojos y la nariz, averiguar cómo es el tacto de su piel, la longitud y textura del cabello y la disposición de éste tras las orejas. Los dedos de Elena eran ligeros mientras se entregaba a esa operación, hasta que, de pronto, la asaltó el frenesí y presionó profundamente la carne hasta hacerle daño, como si quisiera asegurarse violentamente de la realidad de aquel hombre.
Tales eran las sensaciones externas de aquellos cuerpos que se descubrían el uno al otro. De tanto tocarse, quedaron como drogados. Sus gestos eran lentos y ejecutados como en sueños. Tenían las manos pesadas. Sus bocas no se cerraban.
¡Cómo manaba de Elena la miel! Su compañero bañó en ella sus dedos y luego su sexo. Después la movió de tal modo que la hizo yacer sobre él, con las piernas sobre las suyas, y cuando la tomaba, pudo verse a sí mismo penetrándola, y ella a su vez pudo verlo a él. Contemplaban el ondular de sus cuerpos juntos, buscando el climax. El la esperaba, atento a sus movimientos.
Como ella no aceleraba su ritmo, la cambió de postura, haciéndola yacer boca arriba. Se tendió sobre ella para poder tomarla con más fuerza, tocando el fondo de su sexo, tocando las carnosas paredes una y otra vez, y entonces ella experimentó la sensación de que en sus entrañas despertaban nuevas células, nuevos dedos, nuevas bocas que respondían a la penetración del hombre y se conjuntaban en el movimiento rítmico; que aquella succión iba siendo cada vez más placentera, como si la fricción hubiera levantado nuevos estratos de gozo. Se movía más aprisa para alcanzar el climax, y cuando él se dio cuenta aceleró sus movimientos incitándole a alcanzar un orgasmo conjunto, con palabras, con las caricias de sus manos y, por último, soldando la boca con la suya para que las lenguas se movieran al mismo ritmo que la vagina y el pene; el placer recorría a Elena de la boca al sexo, en corrientes cruzadas en ascenso, hasta que lanzó un grito, a medias sollozo y carcajada, de la alegría que desbordó su cuerpo.
Cuando Elena regresó a la Casutza, madame Kazimir se negó a hablarle. La hizo objeto de la más indignada condena, silenciosa pero tan intensa que podía sentirse por toda la casa.
De todos modos aplazó su regreso a París. Pierre no podía volver. Se encontraban todos los días, y a veces pasaban la noche entera fuera de la Casutza. El sueño duró diez días, hasta que llegó una mujer. Sucedió una noche que Elena y Pierre habían salido. La recibió la esposa de Pierre y se encerraron arriba. Madame Kazimir trató de escuchar lo que hablaban, pero ellas descubrieron su cabeza por uno de los ventanucos.
La mujer era rusa. Era extrañamente bella, con ojos violeta y cabello obscuro; una fisonomía egipcia. No hablaba mucho y parecía muy turbada. Por la mañana, cuando Pierre regresó, la encontró allí. Su sorpresa fue más que evidente. Elena recibió un impacto de inexplicable ansiedad. De pronto tuvo miedo de la mujer. Sintió que su amor peligraba. Pero cuando Pierre se reunió con ella, horas más tarde, le explicó que eran cuestiones de trabajo. La mujer había sido enviada con órdenes, y él tenía que marcharse. Tenía que hacer un trabajo en Ginebra. Le habían sacado de sus dificultades en París con la condición de que obedeciera ciertas órdenes en lo sucesivo. No le dijo a Elena: «Ven conmigo a Ginebra.» Ella esperó en vano estas palabras.
-¿Cuánto tiempo vas a estar fuera?
-No lo sé.
-¿Vas a irte con...? -ni siquiera pudo repetir aquel nombre. -Sí, ella es la que se encarga del asunto.
-Si no voy a verte más, Pierre, dime al menos la verdad.
Pero ni su expresión ni sus palabras parecían proceder del hombre al que conocía íntimamente. Parecía estar diciendo lo que le habían ordenado y nada más. Había perdido todo su aplomo personal. Hablaba como si alguien le estuviera escuchando. Elena permanecía en silencio. Entonces, Pierre se le acercó y le susurró:
-No estoy enamorado de ninguna mujer y nunca lo he estado. Amo mi trabajo. Contigo he corrido un grave peligro: porque podíamos hablar, porque estábamos tan cerca el uno del otro en tantos aspectos, me he quedado contigo demasiado tiempo. Había olvidado mi trabajo.
Elena se repetiría a sí misma estas palabras una y otra vez. Recordaba el rostro de Pierre mientras hablaba, sus ojos que ya no se fijaban en ella con aquella concentración obsesiva, que eran los de un hombre que obedecía órdenes y no las leyes del deseo y del amor.
Pierre, que había hecho más que ningún otro ser humano para sacarla de las cuevas de su vida secreta y replegada, la hundía ahora en los más profundos escondrijos del miedo y la duda. La caída fue mayor de lo que nunca había conocido, porque se había aventurado muy lejos en la emoción, y se había abandonado a ella.
Nunca indagó acerca de las palabras de Pierre ni consideró la posibilidad de seguirlo. Abandonó la Casutza antes que él. En el tren rememoró su rostro, tal como había sido, tan abierto y autoritario, y al mismo tiempo, en algún lugar, vulnerable e incluso vencido.
Lo más terrible de todas esas sensaciones era que ya no era capaz de encerrarse, como antes, y renegar del mundo, volverse sorda y ciega y sumergirse en alguna fantasía largamente madurada, que es lo que hacía de niña para reemplazar la realidad. Se preocupaba por la seguridad de Pierre y la hacía sufrir la vida peligrosa que él llevaba; se dio cuenta de que él no sólo había penetrado su cuerpo, sino también su auténtico ser. Siempre que pensaba en su piel, en las partes de su cabello que el sol había descolorido volviéndolo de oro fino, en sus tranquilos ojos verdes, que sólo parpadeaban en el momento en que se inclinaba sobre ella para tomar su boca entre sus fuertes labios, su carne, aún sensible a la imagen, vibraba, eso era para ella como una tortura.
Tras algunas horas de un dolor tan agudo y fuerte que creyó que iba a saltar en pedazos, cayó en un extraño letargo, en duermevela. Era como si algo se hubiera roto en su interior. Dejó de sentir dolor o placer y quedó entumecida. Todo el viaje se convirtió en algo irreal. Su cuerpo estaba otra vez muerto.
Tras ocho años de separación, Miguel volvió a París. Su regreso no significó para Elena ninguna alegría ni consuelo, pues él era el símbolo viviente de su primer fracaso. Miguel había sido su primer amor.
Cuando se conocieron no eran más que unos niños; dos primos perdidos en una concurrida cena familiar a la que asistían muchos primos, tías y tíos. Miguel se sintió atraído hacia Elena magnéticamente; la siguió como una sombra y escuchó cada una de sus palabras, palabras que nadie más podía oír, pues su voz era suave y transparente.
Miguel le escribió cartas a partir de aquel día y acudió a verla de vez en cuando durante las vacaciones escolares. Fue una relación romántica en la que cada uno utilizaba al otro como personificación de la leyenda, historia o novela que había leído. Elena era todas las heroínas; Miguel, todos los héroes.
Cuando se conocieron estaban envueltos en tanta irrealidad que no podían tocarse. Ni siquiera se tomaron de las manos. Se sentían exaltados por la presencia del otro, se remontaban juntos y se movían por impulso de las mismas sensaciones. Ella fue la primera en experimentar una emoción más profunda.
Inconscientes de su belleza, fueron juntos a un baile. Pero otras personas sí repararon en ella. Elena vio que todas las chicas miraban a Miguel e intentaban atraer su atención.
Entonces lo vio con objetividad, al margen de la cálida devoción en que lo había envuelto. El se hallaba unos metros más allá, y era un joven muy alto y delgado, ágil, gracioso y fuerte, con músculos y nervios como de leopardo, con un andar deslizante, pero siempre dispuesto a saltar. Sus ojos eran de color verde hoja, líquidos. Su piel luminosa como la de un fosforescente animal submarino dejaba relucir un misterioso fulgor solar. Su boca, plena, de dentadura perfecta como la de un animal carnívoro, denunciaba su apetito sensual.
También Miguel vio por vez primera a Elena fuera de la leyenda en la que la había envuelto; la vio perseguida por todos los hombres, su cuerpo inquieto, siempre equilibrado en mitad de un movimiento, ligero sobre los pies, flexible, casi evanescente y tentador. La cualidad que impulsaba a todo el mundo a darle caza era algo que en ella resultaba violentamente sensual, vivo, telúrico. Su boca carnosa era lo más vivido en ella, pues su delicado cuerpo se movía con la fragilidad del tul.
Esa boca, hincada en un rostro de otro mundo, de la que brotaba una voz que llegaba directamente al alma, sedujo de tal manera a Miguel que no permitió que nadie más bailara con Elena. Pero, al mismo tiempo, no tocaba su cuerpo, salvo cuando bailaban. Los ojos de Elena le condujeron a su interior, a mundos donde se quedaba aturdido, como drogado.
Pero mientras bailaba con Miguel, Elena se había hecho consciente de su cuerpo, como si de pronto se hubiera vuelto de carne, de carne ígnea en la que cada uno de los gestos del baile encendía una llama. Quería caerse hacia adelante, hacia la carne de aquella boca, y abandonarse a una misteriosa embriaguez.
La embriaguez de Miguel era de otra clase. Se comportaba como si quien le sedujera fuese una criatura irreal, una fantasía. Su cuerpo estaba muerto para Elena. Cuanto más se acercaba a ella, mayor era la intensidad con que sentía el tabú que la rodeaba, y le parecía que estaba como ante una imagen sagrada. En cuanto se hallaba en su presencia, sucumbía a una especie de castración.
Al sentir el cuerpo de su compañera ardiendo ante su proximidad, no supo más que pronunciar su nombre: «¡Elena!» Sus brazos, sus piernas y su sexo quedaron tan paralizados que dejó de bailar. Al pronunciar aquel nombre le había asaltado el recuerdo de su madre tal como la había visto de pequeño: una mujer más ancha que las demás, inmensa, abundante, con las curvas de la maternidad desbordando sus holgadas ropas blancas, los pechos de los que se nutriera y a los que siguió agarrado superada la edad en que los necesitaba, hasta el tiempo en que empezó a darse cuenta del obscuro misterio de la carne.
Cada vez que veía los pechos de mujeres corpulentas y llenas que se parecieran a su madre experimentaba el deseo de succionar, mascar y morder en ellos hasta hacer daño, de comprimirlos contra su cara, de sofocarse bajo su turgencia, de llenarse la boca con los pezones, pero no sentía ningún deseo de poseerlas mediante la penetración sexual.
Cuando se conocieron, Elena tenía los menudos senos de una muchacha de quince años, lo que despertó en Miguel cierto desprecio. Carecía de los atributos eróticos de su madre. Nunca sintió la tentación de desnudarla. Nunca la consideró una mujer. Era una imagen, una imagen como la de los santos en las estampas, una imagen como las de mujeres heroicas en los libros o en los cuadros.
Sólo las prostitutas poseían órganos sexuales. Miguel conoció esa clase de mujeres a una edad muy temprana, cuando sus hermanos mayores le arrastraban a los burdeles. Mientras ellos se acostaban con las mujeres, él les acariciaba los senos. Se llenaba la boca con ellos, hambriento. Pero le asustaba lo que veía en la entrepierna. Se le antojaba una boca enorme, húmeda y voraz. Sentía que jamás podría satisfacerla. Le atemorizaban la tentadora hendidura, los labios rígidos bajo el dedo acariciador, el líquido que segregaba como saliva de una persona hambrienta. Imaginaba este apetito femenino como algo tremendo, voraz, insaciable. Le parecia que su miembro sería engullido para siempre. Las prostitutas que tuvo ocasión de ver poseían sexos grandes y de correosos labios y anchas caderas.
¿Qué le quedaba a Miguel como objeto de sus deseos? Los chicos; los chicos sin aberturas glotonas, los chicos con sexos como el suyo, que no le asustaban, cuyos deseos podía satisfacer.
Así, en la misma velada en que Elena experimentó la flecha del deseo y la calidez de su cuerpo, Miguel descubrió la solución intermedia: un muchacho que lo excitaba sin tabúes, temores ni dudas.
Elena, cuya inocencia era absoluta en materia de amor entre muchachos, regresó a casa y se pasó toda la noche llorando por la indiferencia de Miguel. Nunca había estado tan hermosa; había sentido el amor y la veneración que él le profesaba. Entonces, ¿por qué no la había tocado? El baile los había reunido, pero él no se había excitado. ¿Qué significaba eso? ¿Qué misterio era aquél? ¿Por qué vigilaba a los otros chicos, tan deseosos de sacarla a bailar? ¿Por qué no le había tocado ni siquiera una mano?
Pero se obsesionaban mutuamente. La imagen de Elena predominaba sobre las de todas las mujeres. Sus poesías le pertenecían, como sus creaciones, sus invenciones y su alma. Sólo el acto sexual no era para ella. ¡Cuánto sufrimiento se hubiera ahorrado Elena si hubiera sabido, si hubiera comprendido! Pero era demasiado delicada como para preguntar abiertamente, y él sentía demasiada vergüenza para decírselo.
Y ahora Miguel había vuelto. Su vida pasada la conocía todo el mundo: una larga serie de amores con muchachos, nunca duraderos. Siempre andaba buscando, siempre insatisfecho. Miguel, con el encanto de siempre, sólo que realizado, más intenso.
De nuevo sintió Elena su alejamiento, la distancia que los separaba. Tampoco esta vez le tomó el brazo, bronceado por el sol veraniego de París. Admiró todo cuanto ella llevaba: sus anillos, sus tintineantes pulseras, su vestido y sus sandalias, pero no la tocaba.
Miguel estaba siendo psicoanalizado por un famoso doctor francés. Cada vez que viajaba, amaba o tomaba a alguien, parecía que las ataduras de su vida se apretaban con más fuerza alrededor de su cuello. Deseaba la liberación, la liberación para asumir su anormalidad. Pero no la conseguía. Cuando amaba a un muchacho, lo hacía con la sensación de que cometía un crimen. La consecuencia era la culpabilidad. Y entonces trataba de purgarla con el sufrimiento.
Ahora podía hablar de ello, y desplegó toda su vida ante Elena, sin avergonzarse. Ella no se sintió dolida por eso, sino aliviada de muchas de sus dudas acerca de sí misma. Como Miguel no comprendía su propia naturaleza, al principio había culpado a Elena, achacándole lo que en realidad era frialdad suya hacia las mujeres. Dijo que esto se debía a que ella era inteligente, y las mujeres inteligentes mezclan la literatura y la poesía con el amor, cosa que le paralizaba. Manifestó asimismo que era positiva y masculina en algunos aspectos, lo que le intimidaba. Tiempo atrás, Elena había aceptado de inmediato esos argumentos, y había dado en creer que las mujeres sutiles, intelectuales y positivas no pueden ser deseadas.
-Si al menos -le había dicho Miguel- fueras muy pasiva, muy dócil, muy, muy inactiva, podría desearte. Pero siempre noto en ti un volcán a punto de estallar, un volcán de pasión, y eso me asusta.
O bien:
-Si no fueras más que una puta y pudiera sentir que no eres ni demasiado exigente ni demasiado crítica, podría llegar a desearte. Pero siendo tú, notaría que tu brillante cabeza me está observando, que me despreciaría si fallara, si, por ejemplo, de pronto me volviera impotente.
¡Pobre Elena! Durante años no hizo el menor caso de los hombres que la deseaban. Puesto que Miguel era el único a quien ella había querido seducir, le parecía que sólo él podía demostrarle su propia fuerza.
Sintiendo la necesidad de confiar en alguien que no fuera su analista, Miguel presentó a Elena a su amante, Donald. En cuanto ella lo vio, lo quiso como a un niño, como a un enfant terrible, perverso y experto.
Era hermoso. Su cuerpo era delgado, como egipcio, y su cabello revuelto como el de un niño que hubiera estado corriendo. A veces, la suavidad de sus gestos le hacía parecer más pequeño, pero cuando se levantaba, estilizado, de línea pura y complexión ancha, se revelaba alto. Sus ojos parecían en trance, y hablaba con una extraña fluidez, como un médium.
Elena quedó tan encantada con él, que empezó a gozar sutil y misteriosamente imaginando cómo Miguel le hacía el amor. Donald representaba el papel de mujer amada por Miguel, que adoraba su juvenil encanto, el aleteo de sus pestañas, su nariz pequeña y recta, sus orejas de fauno y sus manos fuertes, de hombre.
Elena reconoció en Donald un hermano gemelo que empleaba sus mismas palabras, sus coqueterías y sus artificios. Estaba obsesionado por las mismas palabras y sensaciones que la obsesionaban a ella. Hablaba continuamente de su deseo de renuncia para proteger a los demás. Elena podía oír su propia voz. ¿Se daba cuenta Miguel de que estaba haciendo el amor a un hermano gemelo de Elena, a Elena en un cuerpo de hombre?
Cuando Miguel los dejó un momento, sentados a la mesa de un café, cruzaron una mirada de reconocimiento. Sin Miguel, Donald ya no era una mujer. Enderezó el cuerpo, miró impávido a Elena y habló de su búsqueda de la intensidad y la tensión, explicando que Miguel no era el padre que necesitaba: Miguel era demasiado joven, era, simplemente, otro niño. Miguel deseaba ofrecerle un paraíso en algún lugar, una playa donde pudieran amarse en libertad, abrazarse día y noche, un paraíso de caricias y amor; pero él, Donald, buscaba algo más. Le gustaban los infiernos de amor, el amor mezclado con grandes sufrimientos y obstáculos. Quería matar monstruos, vencer enemigos y luchar como un Quijote.
Mientras hablaba de Miguel, asomó a su rostro la misma expresión que adoptan las mujeres cuando han seducido a un hombre; una expresión de vana satisfacción. Una triunfal e incontrolable celebración íntima del propio poder.
Cada vez que Miguel los dejaba solos un momento, Donald y Elena advertían el vínculo que su afinidad creaba entre ellos, la maliciosa conspiración femenina para encantar, seducir y convertir en víctima a Miguel.
Con una mirada picara, Donald dijo a Elena: -Conversar es una forma de coito. Tú y yo existimos juntos en todas las delirantes regiones del mundo sexual. Me conduces a lo maravilloso, y tu sonrisa encierra un fluido mesmeriano.
Miguel se reunió con ellos. ¿Por qué estaba tan inquieto? Fue a por sus cigarrillos. Luego, a por algo más. Los dejó. Cada vez que regresaba, Elena veía que Donald cambiaba, que de nuevo se convertía en una tentadora mujer. Los vio acariciarse mutuamente con la mirada, y presionarse las rodillas por debajo de la mesa. Existía entre ellos una corriente de amor tan fuerte, que la arrastró. Vio cómo se dilataba el cuerpo femenino de Donald, cómo su rostro se abría como una flor, vio sus ojos sedientos y sus labios húmedos. Era como ser admitida en los aposentos secretos de un amor sensual ajeno y ver, tanto en Donald como en Miguel, lo que en otras circunstancias le habría sido ocultado. Era una extraña transgresión.
-Vosotros dos sois exactamente iguales -dijo Miguel.
-Pero Donald es más sincero -replicó Elena, al tiempo que pensaba en la facilidad con que Donald traicionaba el hecho de que no amaba a Miguel incondicionalmente, en tanto que ella lo hubiera ocultado, por miedo a herir al otro. -Porque ama menos -explicó Miguel-. Es un narcisista.
Una oleada de simpatía rompió el tabú entre Donald y Elena, y entre Miguel y Elena. Ahora el amor fluía entre los tres, compartido, transmitido y contagioso. Sus hilos los unían.
Elena pudo mirar con los ojos de Miguel el esbelto cuerpo de Donald: su estrecha cintura, los hombros cuadrados como los de un relieve egipcio, sus gestos estilizados. Su cara expresaba tan abiertamente lo disoluto que parecía un acto de exhibicionismo. Todo se revelaba, se manifestaba sin tapujos.
Miguel y Donald pasaban las tardes juntos, luego Donald iba en busca de Elena. Con ella afirmaba su masculinidad; sentía que Elena le transmitía el elemento masculino que había en ella, su fuerza. Elena lo advirtió y dijo:
-Donald, te doy lo masculino que hay en mi alma.
En su presencia, se volvía erecto, firme, puro, silencioso. De este modo se produjo una fusión. Y Donald fue el hermafrodita perfecto.
Pero Miguel no se daba cuenta. Continuó tratando a su amigo como a una mujer. Claro que cuando Miguel estaba presente, el cuerpo de Donald se suavizaba, sus caderas empezaban a balancearse y su rostro se convertía en el de una actriz barata, en el de la vampiresa que recibe unas flores pestañeando. Revoloteaba como un pájaro, con una boca provocativa, fruncida para dar besitos, todo artificio y volubilidad; una parodia de los gestos de alarma y promesa que hacen las mujeres. ¿Por qué los hombres amaban a aquella mujer disfrazada y eludían a la mujer?
Como contrapartida, estaba la furia masculina de Donald que se rebelaba porque se le consideraba mujer.
-No hace el menor caso de lo que hay de masculino en mí -se quejó-. Me toma por detrás, insiste en tratarme como a una mujer. Y lo odio por eso. Va a hacer de mí un marica de verdad. Yo quiero algo distinto. Quiero evitar convertirme en una mujer. Y Miguel se muestra brutal y masculino conmigo. Como si yo lo tentara. Me coloca boca abajo a la fuerza y me toma como si fuera una puta.
-¿Es la primera vez que te tratan como a una mujer?
-Sí. Antes de esto, no he hecho más que mamar, pero nunca lo de ahora. Boca y pene; eso era todo. Te arrodillas delante del hombre al que quieres y te la metes en la boca.
Elena miró la boquita infantil de Donald y se preguntó cómo podría introducir en ella un miembro. Recordó una noche en que, llevada al frenesí por las caricias de Pierre, envolvió con ambas manos su pene, sus testículos y su vello, con una especie de glotonería. Intentó metérsela en la boca -cosa que nunca había querido hacer antes-, pero Pierre no se lo permitió, porque le gustaba tanto penetrarla que quiso hacerlo en seguida.
Y ahora podía imaginar vividamente un gran pene, el pene quizá rubio de Miguel,
entrando en la boquita infantil de Donald. Se le endurecieron los pezones y apartó los ojos.
-Me toma todo el día: delante de los espejos, en el suelo del cuarto de baño, mientras sostiene la puerta con el pie, y sobre la alfombra. Es insaciable, e ignora al hombre que hay en mí. Si me ve el pene, que en realidad es más largo que el suyo, y más hermoso -de veras lo es-, no le hace caso. Me toma por detrás, me manosea como a una mujer y deja que mi pene cuelgue flaccido. Ignora mi masculinidad. No existe plenitud entre nosotros.
-Entonces, es como el amor entre mujeres. No hay plenitud, no hay verdadera posesión.
Una tarde, Miguel pidió a Elena que fuera a su habitación. Cuando llamó, oyó que alguien echaba a correr. Estaba a punto de marcharse, pero Miguel acudió a abrir la puerta y dijo:
-Pasa, pasa.
Su rostro estaba congestionado, sus ojos inyectados en sangre, su cabello revuelto y su boca con manchas de besos.
-Ya volveré más tarde -dijo Elena.
-No, entra. Puedes aguardar en el cuarto de baño un instante. Donald se va en seguida.
¡Deseaba que ella estuviera allí! Podía haberla despedido, pero la condujo a través del pequeño vestíbulo hasta el baño anexo al dormitorio y la hizo sentar allí, riendo. La puerta permaneció abierta. Podía oír los gemidos y el pesado jadeo. Era como si estuvieran luchando en la habitación obscura. La cama crujía rítmicamente. Oyó que Donald decía:
-Me haces daño.
Pero Miguel jadeaba y Donald tuvo que repetir: -Me haces daño.
Los gemidos continuaron, se aceleró el rítmico crujido de los muelles de la cama, y pese a lo que Donald le había dicho, Elena oía sus gemidos de placer.
-Me estás ahogando -se quejó Donald.
La escena a obscuras le produjo un extraño efecto. Sentía que una parte de sí misma intervenía en aquello como mujer; ella como mujer metida en el cuerpo masculino de Donald, siendo penetrada por Miguel.
Estaba tan afectada que, para distraerse, abrió el bolso y sacó una carta que había encontrado en el buzón antes de marcharse, pero que no había leído.
Cuando la abrió, se sintió como fulminada por un rayo: "Mi huidiza y hermosa Elena. Me encuentro de nuevo en París por tu causa. No puedo olvidarte, a pesar de que lo he procurado. Cuando te entregaste a mí, me tomaste entero también. ¿Querrás verme? ¿No te has arrepentido y te has replegado fuera de mi alcance para siempre? Me lo merezco, pero no lo hagas: matarás un amor profundo, reforzado por todo lo que ha luchado contra ti. Estoy en París..."
Elena se levantó y abandonó corriendo el apartamento, dando un portazo. Cuando llegó al hotel de Pierre, él la estaba esperando impaciente. No había luz en su habitación; era como si quisiera encontrarse con ella a obscuras, para sentir mejor su piel, su cuerpo y su sexo.
La separación los había enfervorizado. A pesar de lo salvaje de su encuentro, Elena no consiguió experimentar un orgasmo. En lo profundo de su ser conservaba una reserva de temor y no lograba abandonarse. El placer de Pierre llegó con tal fuerza, que no pudo contenerlo para esperar el de ella. La conocía tan bien que intuyó la razón de su secreta lejanía, la herida que le había inferido, la destrucción de la fe de Elena en su amor.
Volvió a acostarse, cansada de deseo y caricias, pero sin sentirse satisfecha. Pierre se inclinó sobre ella y le dijo con voz cariñosa:
-Me lo merezco. Pese a que quieres encontrarme, te estás ocultando. -No -replicó Elena-. Espera. Dame tiempo para creer de nuevo en ti.
Antes de dejar a Pierre, él quiso poseerla otra vez. Pero pese a que Elena había alcanzado la plenitud del placer sexual en la primera ocasión en que la acarició, tampoco pudo acceder a aquel último secreto reducto que le estaba vedado. Pierre inclinó la cabeza y se sentó en la cama, vencido y triste.
-Pero volverás mañana, ¿verdad? ¿Qué puedo hacer para que confíes en mí?
Estaba en Francia sin documentos, con riesgo de que lo detuvieran. Para mayor seguridad, Elena lo ocultó en el apartamento de un amigo ausente. Ahora se encontraban todos los días. A él le gustaba reunirse con su amante a obscuras de manera que antes de que pudieran verse las caras, sus manos tomaran consciencia de la presencia del otro. Al igual que los ciegos, cada uno percibía el cuerpo del otro, demorándose en las curvas más cálidas, siguiendo la misma trayectoria todas las veces, reconociendo por el tacto los lugares donde la piel era más suave y tierna, donde era más fuerte y estaba expuesta a la luz del sol; donde se repetían, en el cuello, los latidos del corazón; donde los nervios se estremecían cuando la mano se aproximaba al centro, entre las piernas.
Las manos de Pierre conocían la opulencia de los hombros de Elena, inesperada en un cuerpo delgado como el suyo, la dureza de sus senos, el vello febril de las axilas, que le había rogado que no se afeitara. Su cintura era muy estrecha, y las manos de Pierre gustaban de aquella curva que se iba abriendo más y más desde la cintura hasta las caderas. Perseguía con cariño todas las ondulaciones, como tratando de tomar posesión de aquel cuerpo con las manos, imaginando su color.
Sólo una vez había visto Pierre su cuerpo a la luz del día, en Caux, por la mañana, y se deleitó con su color. Era marfil pálido, suave, y hacia el sexo ese marfil se volvía más dorado, como armiño viejo. Al sexo lo llamaba «el zorrito», porque su vello se erizaba cuando su mano se adelantaba hacia él.
Los labios de Pierre seguían a sus manos, y tambien su nariz, que se sumergía en los olores de aquel cuerpo, buscando el olvido y la droga que emanaban de él.
Elena tenía un pequeño lunar oculto entre los pliegues de la carne secreta de entre sus piernas. El hacía como que lo buscaba cuando sus dedos se introducían por entre sus muslos, por entre el pelaje del zorro, pretendía que deseaba tocar el lunar y no la vulva. Y mientras acariciaba el lunar, sólo tocaba la vulva accidentalmente, de una forma muy ligera, lo justo para sentir la rápida y vegetal contracción de placer que sus dedos producían, las hojas de esa planta tan sensible que se cerraban, se replegaban a causa de la excitación, encerrando su secreto placer, cuya vibración él mismo advertía. Besaba el lunar, notaba que respondía a los besos dados un poco más lejos, y viajaba por la piel, hasta el extremo de la vulva, que se abría y se cerraba cuando la boca de Pierre se aproximaba. Hundió su rostro allí, drogado por los olores de sándalo y de concha marina. Al acariciar el vello púbico, el pelaje del zorro, un pelo se perdía en su boca, y otro entre las cobijas, donde más tarde él lo encontraba, reluciente y electrizado. A menudo sus matas de vello púbico se mezclaban y más tarde al bañarse, Elena encontraba pelos de Pierre enroscados con los suyos. Los de Pierre eran más largos, recios y fuertes.
Elena dejó que su boca y sus manos hallaran toda clase de secretos repliegues y rincones, y permanecieran en ellos, cayendo en un sueño de caricias envolventes, inclinando su cabeza sobre la de su amante cuando él colocaba su boca en su garganta, besando las palabras que no podía emitir. Parecía que adivinaba dónde deseaba el próximo beso, qué parte de su cuerpo reclamaba calor. Los ojos de Elena se fijaban en sus propios pies, y entonces los besos iban allá, o debajo del brazo, o en la curva de su espalda, o donde el vientre se transformaba en valle, donde comenzaba el vello púbico, escaso, ligero y ralo.
Pierre extendió el brazo como lo hubiera hecho un gato, como para recibir un golpe. De vez en cuando, sacudía la cabeza, cerraba los ojos y permitía a Elena que le cubriera de besos ligeros como mariposas, que no eran más que la promesa de otros más violentos. Cuando ya no podía aguantar más los contactos ligeros y sedosos, abría los ojos, ofrecía su boca como una fruta madura, y Elena caía hambrienta sobre ella, como si de esa boca manara la verdadera fuente de vida.
Cuando el deseo hubo permeado cada pequeño poro y cada pelo de sus cuerpos, se abandonaron a violentas caricias. A veces, Elena podía oír crujir sus huesos cuando él le levantaba las piernas para colocárselas alrededor de los hombros; podía oír la succión de los besos, el sonido como de lluvia de los labios y las lenguas, la humedad que se extendía por la calidez de la boca, como si estuvieran comiendo un fruto que se deshiciera y se disolviera. Pierre podía oír su extraño canturreo ahogado, semejante al de alguna ave exótica en éxtasis; ella percibía la respiración de Pierre, que se tornaba más pesada conforme su sangre se volvía más densa y rica.
Cuando se elevaba la fiebre de Pierre, su respiración era como la de algún toro legendario que galopaba con furia para asestar una delirante cornada; una cornada sin dolor, una cornada que casi levantaba de la cama todo el cuerpo de Elena, que elevaba su sexo por los aires como si la atravesara y se lo arrancara, dejándola sólo cuando ya le había inferido la herida, una herida de éxtasis y placer que desgarraba su cuerpo como si lo iluminara y luego la dejaba caer de nuevo, gimiendo, víctima de un goce excesivo, un goce semejante a una pequeña muerte que ninguna droga ni bebida alcohólica podían procurar; que sólo lograban provocar dos cuerpos enamorados, enamorados en lo profundo de su ser, con cada átomo, célula y nervio, con el pensamiento.
Pierre estaba sentado en el borde de la cama; se había puesto los pantalones y estaba abrochándose el cinturón. También Elena se había vestido, pero aún estaba abrazada a su amante mientras éste permanecía sentado. Entonces él le mostró su cinturón. Elena se irguió para mirarlo. Había sido un cinturón pesado y fuerte, de cuero, con hebilla de plata, pero ahora estaba tan gastado que parecía a punto de romperse. El extremo estaba deshilacliado. Donde la hebilla había dejado su marca, el cuero era tan fino que parecía tela.
-Este cinturón está a punto de romperse, y me sabe mal porque lo he usado durante diez años.
Lo estudió contemplativamente.
Mientras Elena miraba a Pierre, allí sentado con el cinturón aún suelto, la asaltó el recuerdo del momento en que él se lo había desabrochado para bajarse los pantalones. Nunca lo hacía hasta que una caricia o un apretado abrazo de sus cuerpos excitaba su deseo y el miembro, encerrado, le dolía.
Quedaba siempre ese segundo de suspense antes de que se bajara los pantalones y se sacara el pene para que ella se lo tocara. A veces permitía que lo sacara ella, y si no podía desabotonarle los calzoncillos con bastante rapidez, lo hacía él mismo. El leve chasquido de la hebilla la excitaba: para ella era un momento erótico como lo era para Pierre el momento en que ella se bajaba las bragas o se soltaba las ligas.
Aunque había quedado satisfecha por completo poco antes, de nuevo estaba excitada. Le hubiera gustado desabrochar el cinturón, bajarle los pantalones y volverle a tocar el pene. Cuando éste aparecía por primera vez, ¡con qué viveza apuntaba hacia ella, como si procediera a un reconocimiento!
De pronto, el hecho de percatarse de que el cinturón estaba tan viejo, de que Pierre siempre lo había llevado, le produjo un extraño y agudo dolor. Se lo representó desabrochándoselo en otros lugares, en otras habitaciones, a otras horas y para otras mujeres.
La repetición de esa imagen le hizo sentir celos. Quiso decir: «Tira ese cinturón; por lo menos no lleves el mismo que llevaste para las otras. Yo te regalaré otro.»
Era como si el afecto que él sentía por el cinturón estuviese dirigido a un pasado del que no pudiera liberarse por entero. Para Elena, representaba los gestos ejecutados en el ayer. Se preguntaba si todas sus caricias habían sido iguales.
Durante una semana, más o menos, Elena respondió por completo a los abrazos de su amante, casi perdió la conciencia en sus brazos y hasta lloró una vez por lo agudo de sus goces. Entonces advirtió un cambio en el ánimo de Pierre: estaba preocupado, pero no le preguntó nada. Interpretó esa preocupación a su manera: estaría pensando en su actividad política, que había descuidado por ella. Tal vez estaba sufriendo a causa de la falta de acción. Ningún hombre puede vivir sólo para el amor, como una mujer, ni puede hacer del amor el propósito de su vida ni llenar sus días con él.
Ella no hubiera podido vivir para otra cosa. De hecho, no vivía para otra cosa. El resto del tiempo -cuando no estaba con Pierre- no sentía ni oía nada con claridad. Permanecía ausente. Sólo regresaba del todo a la vida en aquella habitación. Durante el día, mientras estaba haciendo otras cosas, sus pensamientos se circunscribían a Pierre. Sola, en la cama, rememoraba las expresiones de su amante, la risa que le asomaba por el rabillo del ojo, su barbilla voluntariosa, el brillo de sus dientes y la forma de sus labios cuando pronunciaba palabras de deseo.
Aquella tarde, cuando yacía en sus brazos, se percató de las nubes que ensombrecían su rostro y sus ojos, y no pudo responderle. Generalmente iban sintonizados: él sentía cuándo aumentaba el placer de ella, y ella el de él. De alguna forma misteriosa, podían retrasar el orgasmo hasta el momento en que los dos estaban listos para alcanzarlo. Casi siempre sus movimientos rítmicos eran lentos, después los aceleraban, y a continuación aumentaban todavía más la velocidad, al compás de la temperatura en aumento de la sangre y de la oleadas de placer, cada vez mayores. Experimentaban el orgasmo de forma simultánea: el pene se estremecía al expeler el semen, y las entrañas de Elena palpitaban con aquellos dardos que eran como titilantes lenguas de fuego en su interior.
Aquel día él la tuvo que esperar. Elena se movió para acompasarse a sus embestidas, arqueando la espalda, pero no llegó a experimentar el orgasmo.
-Córrete, cariño. Córrete, cariño -le suplicó él-. No puedo aguantar más. Córrete, cariño.
Se vació y se derrumbó sobre su seno sin emitir sonido. Era como si ella le hubiera golpeado. Nada hería más a Pierre que la falta de respuesta de su amante.
-Eres cruel -le reprochó-. ¿Por qué te reprimes ahora?
Elena permaneció en silencio. Le entristecía que la ansiedad y la duda pudieran impedirle con tanta facilidad alcanzar lo que deseaba. Aunque tuviera que ser el último orgasmo, lo deseaba. Pero como temía precisamente que pudiera ser el último, se bloqueaba y no llegaba a consumar la verdadera unión con su compañero. Y sin el orgasmo simultáneo no había unión; no se producía la absoluta comunión entre ambos cuerpos. Sabía que luego se torturaría como ya lo hiciera en otras ocasiones. Se quedaría insatisfecha, con la impronta del cuerpo de Pierre en el suyo.
Rememoró la escena; lo vio inclinado sobre ella, y evocó el aspecto de las piernas de ambos cuando se hacían un aovillo, cómo una y otra vez la penetraba aquel miembro, cómo Pierre se derrumbaba sobre ella al terminar; experimentaba de nuevo el imperativo deseo y la atormentó el anhelo de sentir a Pierre en la profundidad de su cuerpo. Conoció la tensión del apetito insatisfecho, los nervios intolerablemente despiertos, incisivos y al desnudo, la sangre arremolinándose: todo dispuesto para alcanzar un climax que no se producía. Luego no pudo dormir. Sentía calambres en las piernas que le hacían temblar como un caballo de carreras inquieto. Imágenes eróticas, obsesivas, la persiguieron toda la noche.
-¿En qué estás pensando? -preguntó Pierre, mirándola a la cara.
-En lo triste que me quedaré cuando te deje, después de no haber sido realmente tuya.
-Hay algo más en tu mente, Elena, algo que ya estaba ahí cuando viniste. Algo que yo quiero conocer.
-Me afecta tu depresión, y me he preguntado a mí misma si echabas de menos tu actividad y estabas deseando volver a ella.
-¡Oh, era eso! ¡ Era eso! Te estabas preparando para mi nuevo abandono. Pero eso no se me había pasado por la cabeza; al contrario, me he puesto en contacto con unos amigos que me ayudarán a demostrar que no era un activista, sino tan sólo un revolucionario de café. ¿Recuerdas el personaje de Gogol? ¿El hombre que hablaba día y noche, pero nunca se movía ni actuaba? Pues ése soy yo. Eso es cuanto he hecho: hablar. Si esto puede probarse, podré quedarme y ser libre. Eso es por lo que estoy luchando.
¡Qué efecto causaron estas palabras en Elena! Tan grande como la influencia que sus temores habían tenido sobre su naturaleza sensual, frenando sus impulsos y dominándolos. Eso la asustó.
Ahora quería acostarse sobre Pierre y hacer que la tomara. Sabía que sus palabras bastaban para tranquilizarla. Sin duda Pierre lo adivinó, pues continuó sus caricias largo tiempo, a la espera de que el contacto de sus dedos con la piel húmeda de Elena le excitara de nuevo. Y mucho después, mientras yacían en la obscuridad, la tomó otra vez; entonces fue ella quien tuvo que reprimir la intensidad y rapidez de su propio orgasmo para compartirlo con él; gritaron de placer y Elena lloró de alegría.
En lo sucesivo, su amor luchó para vencer aquella frialdad que subyacía en Elena y que una palabra, una pequeña herida o una duda podía traer a la superficie para destruir su mutuo apasionamiento. A Pierre eso llegó a obsesionarle, y se mostraba más atento al talante y las predisposiciones de Elena que a los suyos propios. Incluso cuando la gozaba, sus ojos buscaban en ella una señal de los futuros nubarrones que siempre pendían sobre ellos. Se agotaba en espera del placer de Elena, para lo cual reprimía el suyo. Arremetía contra el inconquistable centro del ser de su amante, que podía cerrarse a voluntad contra él. Pierre comenzó a comprender algo de las perversas devociones de los hombres hacia las mujeres frígidas.
La ciudadela, la inexpugnable mujer virgen; el conquistador que había en Pierre, que nunca se había alzado para llevar adelante una verdadera revolución, se entregó a esta conquista, para romper de una vez para siempre aquella barrera que Elena podía erigir contra él. Sus encuentros como amantes se convirtieron en una secreta batalla entre dos voluntades, en una serie de ardides.
Si disputaban (y lo hacían a causa de la íntima asociación de Elena con Miguel y Donald, porque Pierre sostenía que le hacían el amor a través de los cuerpos de uno y otro), él sabía que su compañera reprimiría el orgasmo. Se enfurecía y procuraba conquistarla con las caricias más salvajes. A veces la trataba brutalmente, como si fuese una ramera y pudiera pagarle por su sumisión. En otras ocasiones se esforzaba por enternecerla con mimos. Se volvía pequeño, casi como un niño, en sus brazos.
La rodeó de una atmósfera erótica. Convirtió su habitación en una madriguera cubierta de alfombras y tapices, perfumada. Trataba de llegar hasta Elena a través de su respuesta a la belleza, al lujo y a los valores. Compró libros eróticos y los leían juntos. Era ésta su última forma de conquista: excitar en la joven una fiebre sexual tan poderosa, que no pudiera resistirse a su tacto. Mientras yacían leyendo juntos en el diván, las manos del uno vagaban por el cuerpo del otro, por los lugares descritos en el libro. Se agotaban con excesos de todas clases, buscando todos los placeres conocidos por los amantes, inflamados por imágenes, palabras y descripciones de nuevas posturas. Pierre creía haber despertado en ella tal obsesión sexual, que nunca podría controlarse a sí misma. Y Elena parecía corrompida. Sus ojos comenzaron a brillar de una manera extraordinaria, no con la refulgencia del día, sino con una luz inquietante como la de un tuberculoso, con una fiebre tan intensa que pronto las ojeras hicieron su aparición.
Pierre ya no dejaba la habitación a obscuras. Le gustaba verla llegar con aquella fiebre en los ojos. Su cuerpo parecía haberse vuelto más pesado. Sus pezones estaban siempre endurecidos, como si se hallaran constantemente en un estado de excitación erótica. Su cutis se había vuelto tan hipersensible que en cuanto Pierre la tocaba, se le ponía la piel de gallina, y un escalofrío recorría su espalda, afectando a todos sus nervios.
Se tumbaban boca abajo, vestidos aún, abrían un nuevo libro y leían juntos al tiempo que se acariciaban. Se besaban sobre las imágenes eróticas. Sus bocas soldadas caían sobre enormes y prominentes traseros femeninos, piernas abiertas en compás, hombres gateando como perros, con miembros descomunales que casi se arrastraban por el suelo.
Una figura representaba a una mujer torturada, empalada en un madero que le entraba por el sexo y le salía por la boca. Tenía la apariencia de la suprema posesión sexual y despertó en Elena un sentimiento de placer. Cuando Pierre la tomó, le pareció que el gozo que sentía mientras el pene la hurgaba se comunicaba a su boca. La abrió, y su lengua asomó, como en el grabado, como si quisiera tener metido el pene en la boca al mismo tiempo que en el sexo.
Durante días, Elena respondió furiosamente casi como una mujer a punto de perder la razón. Pero Pierre descubrió que una disputa o una palabra cruel por su parte podría detener aún el orgasmo de su amante y ahogar la llama erótica que brillaba en sus ojos.
Cuando hubieron agotado la novedad de los relatos eróticos, encontraron un nuevo terreno: el de los celos, el terror, la duda, la angustia, la saña, el antagonismo y la lucha que los seres humanos emprenden a veces contra el vínculo que los une a otra persona.
Pierre trató ahora de hacer el amor con los otros egos de Elena, con los más ocultos, con los más delicados. Observaba cómo dormía, cómo vestía, cómo se peinaba ante el espejo. Buscó una clave espiritual de su ser, una clave que pudiera alcanzar con una nueva forma de hacer el amor. Ya no la vigilaba para asegurarse de que tuviera un orgasmo, por la simplicísima razón de que Elena estaba decidida a fingir que disfrutaba, aun en el caso de que no fuera así. Se convirtió en una consumada actriz. Mostraba todos los síntomas del placer: la contracción de la vulva, la aceleración de la respiración, del pulso y de los latidos del corazón, la súbita languidez, el desfallecimiento y la ligera modorra que seguía. Podía simularlo todo. Para ella, el amar y el ser amada estaban tan inexplicablemente mezclados con su placer que podía alcanzar, jadeando, una respuesta emocional, aunque no sintiera goce físico: podía simularlo todo, salvo el pálpito interior del orgasmo. Pero le constaba que eso era difícil de detectar con el pene. Encontraba destructiva la lucha de Pierre por obtener siempre de ella ese orgasmo, y preveía que aquello podría acabar restándole a él confianza en su amor y, en última instancia, separándolos. Elena escogió, pues, la opción del fingimiento.
Por esta razón Pierre dirigió su atención a otra clase de galanteo. En cuanto ella entraba, advertía cómo se movía, cómo se despojaba del abrigo, cómo se sacudía el cabello y qué anillos llevaba. Creía que de todos esos signos podría deducir su humor. Y este humor se convertía en su terreno de conquista. Aquel día Elena presentaba un aspecto aniñado, flexible, con el pelo lacio y la cabeza fácilmente inclinada por el peso de toda su vida. Iba poco maquillada, mostraba una expresión inocente y llevaba un vestido ligero de colores brillantes. El la acariciaría con suavidad y ternura, observando la perfección de los dedos de sus pies, por ejemplo, tan libres como los dedos de las manos; sus tobillos, en los que se transparentaban sus venas azul pálido; la manchita tatuada para siempre en su rodilla, donde, a los quince años -cuando era una colegiala-, había tapado con tinta un agujerito en la media. La plumilla se rompió durante la operación, hiriéndola y marcando para siempre su piel. Pierre halló una uña rota, y deploró su pérdida y su patético aspecto truncado entre las otras, largas y afiladas. Le preocupaban todas las pequeñas miserias de Elena. Mantuvo junto a sí a la niña que había en ella, a la que le hubiera gustado conocer.
-Así pues, ¿llevabas medias negras de algodón? -le preguntó. -Eramos muy pobres, y además las medias formaban parte del uniforme escolar. -¿Qué más llevabas?
-Marineras y faldas azul obscuro, que yo detestaba. A mí me gustaban los vestidos alegres.
-¿Y debajo? -inquirió Pierre, con la misma inocencia con que podría haberle preguntado si llevaba impermeable cuando llovía.
-No estoy segura de cómo era entonces mi ropa interior. A mí me gustaban las enaguas con volantes, por lo que recuerdo. Pero me temo que me hacían llevar ropa interior de lana, y en verano, combinaciones blancas y bombachos. Los bombachos no gustaban, porque eran demasiado amplios. Yo soñaba entonces con encajes, y contemplaba arrobada durante horas la ropa interior en los escaparates, imaginándome envuelta en raso y puntillas. No hubieras encontrado nada cautivador en la ropa interior de una niña.
Pero Pierre pensó que no importaba que aquellas prendas fueran blancas y tal vez deformes; podía imaginarse muy enamorado de Elena con medias negras.
Quiso saber cuándo había experimentado Elena su primera vibración sensual. Fue mientras leía, explicó la joven, y se repitió una vez que se deslizó en trineo con un muchacho tumbado cuan largo era sobre ella y también cuando se enamoraba de hombres a los que sólo conocía de lejos, y en los que, cuando se le acercaban, descubría algún defecto que la hacía apartarse. Necesitaba de extraños: un hombre visto en una ventana, otro descubierto un día en la calle u otro más apenas entrevisto en una sala de conciertos. Después de tales encuentros, Elena se soltaba el cabello, se mostraba negligente con su vestido arrugado, y se sentaba como una mujer china, afectada por acontecimientos insignificantes y por delicadas tristezas.
Acostado junto a ella, sosteniendo tan sólo su mano, Pierre hablaba de su vida, ofreciéndole imágenes de sí mismo cuando niño, para igualarse a la niña que Elena le había presentado. Era como si el caparazón de sus personalidades maduras se hubiera dísuelto, como una estructura añadida, como una superposición que revelara sus centros.
De niña, Elena fue lo que de pronto había vuelto a ser para él: una actriz, una simuladora, una persona que vivía inmersa en sus fantasías y papeles y nunca sabía lo que sentía en realidad.
Pierre había sido un rebelde. Creció entre mujeres; su padre había muerto en el mar. Lo crió su nodriza, porque su madre sólo vivía para encontrar un sustituto del hombre que había perdido. Carecía de sentimientos maternales; había nacido para ser amada. Trataba a su hijo como si fuera un joven amante. Le acariciaba de maneras extravagantes y le recibía por la mañana en la cama, en la que aún se advertían señales de la reciente presencia de un hombre. Pierre compartía el perezoso desayuno de su madre que servía la nodriza siempre irritada al encontrar al muchacho tumbado junto a ella, en la cama en la que un momento antes había estado su amante.
A Pierre le gustaba la voluptuosidad de su madre, su carne que se vislumbraba a través del encaje, sus formas que se transparentaban entre las faldas de gasa. Le gustaban los hombros redondos, las frágiles orejas, los rasgados ojos burlones y los brazos opalescentes que emergían de las mangas. La preocupación de aquella mujer era hacer cada día una fiesta. Prescindía de las personas que no resultaban divertidas y de cualquiera que explicara historias de enfermedad o infortunio. Si iba de compras, lo hacía de manera extravagante, como si fuera Navidad, y volvía cargada de regalos para toda la familia. Y para sí misma: caprichos y cosas inútiles, que acumulaba a su alrededor hasta que las tiraba.
A los diez años, Pierre estaba iniciado en todos los requisitos impuestos por una vida llena de amantes. Asistía a la toilette de su madre, la observaba empolvarse bajo los brazos y deslizar la borla de los polvos en el vestido entre los pechos. La veía emerger del baño medio cubierta por su quimono, con las piernas desnudas, y calzarse unas medias muy largas. A ella le gustaba colocarse las ligas muy arriba, de modo que las medias casi le tocaran las caderas. Mientras se vestía, conversaba acerca del hombre con el que iba a encontrarse, ponderando ante Pierre la naturaleza aristocrática del uno, el encanto del otro, la sencillez de un tercero o el genio de un cuarto, como si él fuera a convertirse algún día en todos ellos a la vez.
Cuando tenía veinte años, desaconsejó todas sus amistades con mujeres, incluso sus visitas al prostíbulo. El hecho de que buscara mujeres que se parecieran a ella no la preocupaba. En los lenocinios pedía a las prostitutas que se vistieran para él, de forma estudiada y lenta, a fin de poder experimentar un obscuro e indefinible placer; el mismo que sentía en presencia de su madre. Para esta ceremonia exigía coquetería y prendas especiales. Las prostitutas, riendo, le complacían. Durante estos juegos los deseos de Pierre se tornaban de pronto salvajes: rasgaba los vestidos y su cópula parecía una violación.
Más allá de eso, subyacían las regiones maduras de su experiencia, que no confesó a Elena aquel día. Le entregó tan sólo al niño, su propia inocencia y su propia perversidad.
Había días en que ciertos fragmentos de su pasado, los más eróticos, accedían a la superficie, permeaban cada uno de sus movimientos y conferían a sus ojos la misma mirada fija e inquietante que Elena había visto al principio en él, a su boca, laxitud y abandono, y a todo su rostro la expresión de quien no ha eludido ninguna experiencia. Elena podía evocar entonces a Pierre con una de sus prostitutas y se le aparecía como un decidido buscador de la pobreza, la suciedad y la decadencia como únicos acompañamientos apropiados para ciertos actos. En él se manifestaba el apache, el voyou, el vicioso capaz de estar bebiendo tres días con sus noches, de abandonarse a toda experiencia como si fuera la última, de agotar su deseo con alguna mujer monstruosa a la que deseaba por su suciedad, porque muchísimos hombres la habían poseído y porque su lenguaje estaba plagado de obscenidades. Era una pasión por el autoaniquilamiento, la bajeza, el lenguaje de la calle, las mujerzuelas y el peligro. Había sido detenido en redadas de opiómanos, y por haber vendido a una mujer.
Era su capacidad para la anarquía y la corrupción lo que en ocasiones le daba la expresión de un hombre capaz de cualquier cosa, y esto mantenía despierta en Elena la confianza hacia él. Al mismo tiempo, Pierre era por completo consciente de la atracción que sentía por lo demoníaco y lo sórdido, por el placer de caer, por profanar y destruir el yo ideal. Pero su amor hacia Elena le impidió arrastrarla hacia nada de eso. Temía iniciarla y perderla en uno u otro vicio, en alguna sensación que él no pudiera procurarle. Por ello la puerta hacia el elemento corrupto de sus naturalezas, raras veces se abría. Ella no quería saber lo que su cuerpo, su boca o su sexo habían hecho. Pierre, por su parte, se resistía a descubrir las posibilidades que ella encerraba.
-Sé que eres capaz de sentir muchos amores -dijo Pierre-, que yo seré el primero y que dentro de nada este amor te impedirá expansionarte. ¡Eres sensual, tan sensual...!
-No puedo amar tantas veces. Deseo mezclar el erotismo con el amor. Y no es frecuente que uno sienta un amor profundo.
Pierre estaba celoso del futuro de Elena, y ella del pasado de él. Ella se hizo consciente de que tenía veinticinco años y él cuarenta, que él estaba ya cansado de muchas experiencias que ella ni siquiera había imaginado.
Cuando el silencio se prolongaba y Elena no veía en el rostro de Pierre una
expresión de inocencia , sino, al contrario, una sonrisa persistente, cierto desdén en el contorno de los labios, sabía que estaba rememorando el pasado. Elena se tendió a su lado, contemplando sus largas pestañas.
-Hasta que te encontré -dijo él al cabo de un momento-, yo era un Don Juan, Elena. Nunca pretendí conocer verdaderamente a ninguna mujer. Jamás quise permanecer solamente con una. Sentía siempre que la mujer utilizaba sus encantos no en virtud de una apasionada relación, sino para arrancar del hombre la garantía de un vínculo duradero: el matrimonio, por ejemplo, o al menos compañía; para conseguir, en definitiva, alguna clase de tranquilidad, de posesión. Era eso lo que me asustaba, el sentimiento de que en la grande amoureuse se disimulaba una pequeña burguesa que aspiraba a la seguridad del amor. Lo que me atrae de ti es que has seguido siendo la amante. Conservas el fervor y la intensidad. Cuando te sientes en inferioridad de fuerzas ante la gran batalla del amor, te retiras. Otra cosa: no es el placer que puedo darte lo que te vincula a mí, pues lo repudias cuando no estás emocionalmente satisfecha. Pero eres capaz de todo, de todo en absoluto. Lo siento así. Estás abierta a la vida. Yo te he abierto. Por vez primera lamento mi poder para abrir a las mujeres a la vida y al amor. ¡Cuánto te quiero cuando te niegas a comunicarte con el cuerpo, cuando buscas otros medios para alcanzar la totalidad del ser! Has hecho lo imposible para quebrantar mi resistencia al placer. Sí, al principio yo no podía soportar esa habilidad que tenías para replegarte en ti. Me parecía que estaba perdiendo mi propia fuerza.
Esta conversación hizo adivinar a Elena de nuevo un sentimiento de inestabilidad en Pierre. Siempre que ella tocaba el timbre se preguntaba si se habría ido. En un viejo guardarropa Pierre descubrió una pila de libros eróticos escondidos bajo unas mantas por los anteriores ocupantes de la vivienda. Ahora, a diario relataba a Elena una historia para hacerla reír. Se daba cuenta de que la había entristecido.
No sabía que, cuando se mezclan en una mujer, lo erótico y lo tierno forman una poderosa unión, casi una fijación. Elena sólo podía evocar imágenes eróticas relacionadas con Pierre y con su cuerpo. Si veía en los bulevares una película pornográfica que la excitaba, reservaba su curiosidad o la sugerencia de una nueva experiencia para el próximo encuentro. Así empezó a susurrar en el oído de Pierre ciertos deseos.
A Pierre le sorprendía siempre que Elena quisiera darle placer sin proporcionárselo ella. A veces, después de sus excesos, se sentía cansado, menos potente, pero deseaba repetir la sensación aniquiladora. Entonces la excitaba con caricias, con una agilidad de manos que se aproximaba a la masturbación. Mientras, Elena rodeaba el miembro de Pierre con las dos manos, como una delicada araña de expertos dedos que tocaban los más escondidos lugares en busca de una respuesta. Lentamente, los dedos se cerraban sobre el pene, primero acariciando su envoltura de piel, y luego sintiendo la afluencia de sangre densa que lo ponía en erección; sintiendo la suave hinchazón de los nervios, la súbita dureza de los músculos; sintiendo como si estuvieran tañendo un instrumento de cuerda. Por el grado de erección, Elena sabía cuándo Pierre carecía de la dureza suficiente para penetrarla; sabía cuándo sólo podía responder a sus dedos nerviosos y cuándo deseaba que lo masturbara; al poco rato el placer propio frenaba la actividad de sus manos sobre ella. Entonces quedaba drogado por las de Elena, cerraba los ojos y se
abandonaba a sus caricias. Intentaba una o dos veces, como dormido, seguir acariciándola, pero acababa yaciendo pasivamente, para sentir mejor las sabias manipulaciones y la tensión creciente.
-¡Ahora, ahora! -murmuraba-. Ahora.
Eso significaba que la mano de ella tenía que acelerarse, para acompasarse con la fiebre que palpitaba en su interior. Sus dedos discurrían rítmicamente, al unísono con los latidos de la sangre, cada vez más rápidos, mientras la voz de Pierre rogaba:
-¡Ahora, ahora, ahora!
Ciega a todo cuanto no fuera el placer de su amante, Elena se inclinaba sobre él, con el cabello en desorden, la boca cerca del miembro, continuando el movimiento de sus manos al tiempo que lamía el glande cada vez que éste se le ponía al alcance de la lengua; esto hasta que el cuerpo de Pierre empezaba a temblar y se excitaba, hasta consumirse por obra de las manos y la boca de Elena, hasta quedar aniquilado. El semen fluía como en pequeñas olas rompiendo en la arena, rolando una sobre la otra; pequeñas olas de espuma salada en la arena de aquellas manos. Luego, tiernamente, encerraba el agotado pene en su boca, para recoger el precioso líquido del amor.
El placer de Pierre produjo a Elena un goce tal que ella misma se sorprendió cuando él empezó a besarla con gratitud, mientras le decía:
-Pero tú, tú no has sentido ningún placer.
-Oh, sí -replicó Elena con una voz que no dejó lugar a dudas.
Elena se maravillaba de la continuidad de su exaltación y se preguntaba cuándo su amor entraría en un período de reposo.

Pierre iba ganando libertad. A menudo estaba fuera cuando Elena le telefoneaba. Mientras tanto, ella ofrecía sus consejos a Kay, una vieja amiga que acababa de regresar de Suiza. En el tren, Kay encontró a un hombre que podría describirse como el hermano menor de Pierre, y había estado tan dominada por su personalidad, que lo único que podía satisfacerla era una aventura que, al menos superficialmente, se pareciese a la de Elena.
Aquel hombre tenía también una misión. No confesó en qué consistía, pero la empleaba como excusa y tal vez como coartada cuando se marchaba o cuando tenía que pasar un día entero sin ver a Kay. Elena sospechó que su amiga pintaba al doble de Pierre con colores más fuertes que los que en realidad le correspondían. Para empezar, le dotaba de una virilidad anormal, compensada tan sólo por su costumbre de caer dormido antes o inmediatamente después del acto, sin esperar a dar las gracias a su compañera. En mitad de una conversación, le invadía un deseo súbito de violar. Odiaba la ropa interior y acostumbró a Kay a no llevar nada bajo el vestido. Su deseo era imperioso e inesperado. No podía aguardar. Con él, Kay se habituó a todo: fugas repentinas de los restaurantes, carreras salvajes en taxis con las cortinillas bajadas, séances tras los árboles en el Bois y masturbaciones en los cines, pues nunca recurría a una cama burguesa ni al calor y la comodidad de un dormitorio. El deseo de aquel hombre era claramente ambulante y bohemio. Le gustaban los suelos alfombrados e incluso los fríos pavimentos de los cuartos de baño, y le excitaban al máximo los baños turcos y los fumaderos de opio, donde no fumaba, sino que le agradaba yacer con Kay en una estrecha estera que les molía los huesos si se quedaban dormidos. La tarea de Kay consistía en mantenerse lo bastante alerta como para seguirle en sus caprichos y en tratar de atrapar su propio y fugitivo placer en aquella loca carrera que podía haber sido más fácil con algún que otro descanso.
Pero no. El disfrutaba con esos súbitos desahogos tropicales. Kay lo seguía como una sonámbula, lo que a Elena le daba la impresión de que topaba con aquel hombre en sueños como si chocara con un mueble. En ocasiones, cuando la escena había transcurrido con demasiada rapidez para que Kay experimentara una completa voluptuosidad tras ser violada, Kay se tendía junto a él mientras dormía, y se inventaba un amante más cabal. Cerraba los ojos y pensaba: «Ahora su mano me levanta despacio el vestido; muy despacio. Primero me mira. Una mano descansa en mis nalgas, y la otra comienza a explorar, deslizándose, describiendo círculos. Ahora introduce el dedo allí, donde está húmedo. Lo toca del mismo modo que una mujer toca una pieza de seda para comprobar su calidad. Muy despacio.»
El doble de Pierre se dio la vuelta y Kay contuvo su aliento. Si él despertaba, la encontraría con las manos en una extraña postura. Entonces, de pronto, como si hubiera adivinado sus deseos, colocó la mano entre sus piernas y la dejó allí, de tal manera que no podía moverse. La presencia de la mano la excitó más que nunca. Cerró los ojos de nuevo y trató de imaginar que aquella mano se movía. Y, para crear una imagen más vivida, empezó a contraer y abrir la vagina de forma rítmica, hasta que experimentó el orgasmo.
Pierre nada tenía que temer de la Elena que él conocía y a la que tan delicadamente había circunnavegado. Pero existía otra Elena a la que no conocía, la Elena viril. Aunque no llevaba pelo corto ni traje de hombre, y aunque no montaba a caballo ni fumaba cigarros ni frecuentaba los bares donde se reúnen ciertas mujeres, existía una Elena espiritualmente masculina, por el momento adormecida en su interior.
En todo lo que no fueran asuntos de amor, Pierre estaba indefenso. Era incapaz de clavar un clavo en una pared, colgar un cuadro, arreglar un libro o discutir de cuestiones técnicas. Vivía aterrorizado por los sirvientes, las porteras y los fontaneros. No podía tomar una decisión ni firmar cualquier tipo de contrato. Ignoraba lo que quería.
Las energías de Elena colmaban estas lagunas. Su mente se convirtió en la más fecunda. Compraba libros y periódicos, incitaba a la actividad y tomaba decisiones. Pierre lo consentía, pues ello convenía a su indolencia. Ella ganaba en audacia.
Se sentía su protectora. Una vez concluida la agresión sexual, Pierre se reclinaba como un pacha y permitía que ella empuñara la batuta. No se daba cuenta de que estaba emergiendo otra Elena, de que se afirmaban en ella nuevos contornos, nuevos hábitos y una nueva personalidad. Elena había descubierto que atraía a las mujeres.
Kay la invitó a conocer a Leila, famosa cantante de un club nocturno y mujer de sexo dudoso. Acudieron a casa de Leila, que se hallaba en la cama. La habitación estaba pesadamente cargada de perfume de narciso y Leila descansaba con gesto lánguido e intoxicado. Elena pensó que estaba recuperándose de una noche en la que había bebido mucho, pero era la postura natural de Leila. Y de ese cuerpo lánguido le llegó una voz de hombre. Los ojos violeta se fijaron en Elena, subrayando su deliberado aspecto masculino.
Mary, su amante, entró entonces en la habitación, con un susurro de amplias faldas de seda hinchadas por sus rápidos pasos. Se arrojó a los pies de la cama y tomó la mano de Leila. Se miraron con un deseo tan intenso que Elena bajó los ojos. El rostro de Elena era agudo; el de Mary, vago. El de Leila, con fuertes trazos al carbón alrededor de los ojos, como en los frescos egipcios; el de Mary, pintado al pastel: ojos pálidos, pupilas verde mar y uñas y labios de coral. Las cejas de Leila eran naturales; las de Mary se reducían a un trazo de lápiz. Cuando se miraban, las facciones de Leila parecían disolverse y las de Mary adquirían algo de los rasgos definidos de Leila. Pero la voz de ésta seguía siendo irreal, y sus frases inconfusas, flotantes. A Mary la incomodaba la presencia de Elena. En lugar de manifestar hostilidad o miedo, adoptó la actitud femenina frente al hombre, y trató de cautivarla. No le gustaba la manera como Leila miraba a Elena. Se sentó junto a ésta, doblando las piernas bajo su cuerpo, como una muchachita, y levantó la boca hacia ella mientras hablaba, de manera invitadora. Pero estas actitudes infantiles eran precisamente las que desagradaban a Elena en las mujeres. Se volvió hacia Leila, cuyos gestos resultaban maduros y sencillos.
-Vamonos al estudio -propuso Leila-. Voy a vestirme.
Cuando saltó de la cama se desvaneció su languidez. Era alta. Empleaba el francés apache, como un hombre, pero con audacia aristocrática. En el club nocturno, no entretenía: mandaba. Era el centro magnético del mundo de las mujeres que se consideraban a sí mismas condenadas por su vicio. Ella las incitaba a que se mostraran orgullosas de sus desviaciones y a que no sucumbieran a la moralidad burguesa. Condenaba severamente los suicidios y la desintegración; gustaba de las mujeres orgullosas de ser lesbianas. Ella misma daba ejemplo. Pese a la prohibición de la policía, vestía ropa de hombre, y nunca era molestada, porque lo hacía con gracia e indolencia. Montaba a caballo en el Bois con atuendo masculino y era tan elegante, gentil y aristocrática, que las personas que no la conocían la saludaban de manera casi inconsciente y las mujeres le dirigían sus miradas. Era la única mujer masculina a la que los hombres trataban como a una camarada. El espíritu trágico que yacía bajo su apariencia cortés se reflejaba en sus canciones, que desgarraban a jirones la serenidad del público y sembraban ansiedad, remordimientos y nostalgia por doquier.
En el taxi, sentada junto a ella, Elena no sintió su fuerza, sino su secreta herida. Aventuró un gesto de ternura: tomó su regia mano y la mantuvo entre las suyas. Leila no la dejó allí quieta, sino que respondió a la presión con nerviosa energía. Elena supo entonces que la energía de Leila podía obtenerlo todo, menos la plenitud. A buen seguro, la voz plañidera de Mary y sus obvias y pequeñas argucias no podían satisfacer a Leila. Las mujeres no eran tan tolerantes como los hombres hacia las mujeres que se empequeñecían y se mostraban débiles por cálculo, pensando inspirar así un amor activo. Leila debía de sufrir más que un hombre, porque era extraordinariamente lúcida con respecto a las mujeres, porque no admitíaser defraudada. Cuando llegaron al estudio, Elena percibió un curioso olor de cacao quemado o de trufa fresca. Penetraron en lo que parecía una mezquita árabe llena de humo. Se trataba de una amplia habitación rodeada por una galería con alcobas sin más mobiliario que esteras y lamparillas. Todo el mundo vestía quimono. A Elena le entregaron uno. Y entonces comprendió. Aquello era un fumadero de opio: luces veladas; gente yaciendo indiferente a los recién llegados; una gran paz; ninguna conversación, sólo algún suspiro de vez en cuando. Los pocos a los que el opio despertaba el deseo estaban acostados en los rincones más obscuros, arrullándose, como dormidos. De repente, rompiendo el silencio, la voz de una mujer inició lo que al principio parecía una canción, pero que pronto se convirtió en otra clase de sonido: el canto de un ave exótica en la estación del apareamiento. Dos hombres se abrazaban, susurrando.
De vez en cuando, Elena oía caer cojines al suelo y crujir seda y algodón. El canto que emitía aquella mujer se iba volviendo más claro, firme y armonioso a medida que aumentaba su placer, tan regular en el ritmo que incitaba a Elena a seguirlo con un movimiento de cabeza hasta que alcanzó el climax. Elena advertía que esa cadencia irritaba a Leila, que Leila no quería oírla. Era demasiado explícita, demasiado femenina, revelaba demasiado a las claras que el cojín femenino estaba siendo atravesado por el macho: a cada arremetida correspondía un gritito de herido éxtasis. Hicieran lo que hiciesen las mujeres entre ellas, nunca alcanzaban a producir aquella creciente cadencia, aquella canción vaginal que sólo una sucesión de estocadas, el repetido asalto de un hombre, podía inspirar.
Las tres mujeres se dejaron caer sobre pequeñas esteras, una junto a otra. Mary quería acostarse al lado de Leila, pero ésta no se lo permitió. El anfitrión les ofreció pipas de opio, pero Elena rechazó la suya, pues ya estaba lo suficiente drogada por las lámparas veladas, la atmósfera cargada de humo, las exóticas colgaduras, los perfumes y los sonidos apagados de las caricias. Su rostro parecía en trance, al punto de que Leila llegó a creer que estaba bajo la influencia de alguna droga. Elena no se percató de que la presión de la mano de Leila en el taxi la había sumergido en un estado distinto a cualquiera de los que Pierre despertaba en ella. En lugar de alcanzar directamente el centro de su cuerpo, la voz y el tacto de Leila la envolvieron en un voluptuoso manto de nuevas sensaciones, en algo suspendido sobre ella que no buscaba la plenitud, sino la prolongación. Era como aquella habitación, que le afectaba a uno a causa de sus misteriosas luces, sus ricos perfumes, sus sombrías hornacinas, sus formas entrevistas y sus misteriosos goces Un sueño. El opio no hubiera podido ensanchar o dilatar sus sentidos más de lo que estaban; no hubiera podido comunicarle una mayor sensación de placer.
La mano de Elena buscó la de Leila. Mary estaba ya fumando, con los ojos cerrados. Leila permanecía acostada con los ojos abiertos, mirando a Elena. Tomó su mano, la sostuvo un momento y luego la deslizó bajo su quimono. La colocó sobre sus pechos. Elena empezó a acariciarla. Leila había abierto el traje sastre de Elena, que no llevaba blusa. Pero el resto del cuerpo iba enfundado en una ceñida falda. Elena sintió después la mano de Leila recorriendo delicadamente su cuerpo bajo el vestido, buscando una abertura entre la parte superior de sus medias y su ropa interior. Se volvió lentamente sobre el costado izquierdo, a fin de colocar la cabeza sobre el seno de Leila y besarlo.
Temía que Mary abriera los ojos y se enfadara. De vez en cuando la miraba, y Leila, se volvía y susurraba a Elena:
-Debemos encontrarnos alguna vez y estar juntas. ¿Quieres? ¿Vendrás a mi casa mañana? Mary no estará.
Elena sonrió, asintió con un gesto, robó un beso más y se recostó. Pero Leila no retiraba su mano. Miró a Mary y continuó acariciando a Elena, que se estaba derritiendo bajo sus dedos.
Elena tenía la sensación de que había estado allí acostada sólo un momento, pero se dio cuenta de que el estudio iba enfriándose y que amanecía. Se incorporó sorprendida. Los demás parecían dormir. Incluso Leila se había derrumbado y descansaba. Se puso el abrigo y salió. El alba la hizo revivir.
Quería hablar con alguien. Se dio cuenta de que se encontraba muy cerca del estudio de Miguel. Miguel estaba durmiendo con Donald. Lo despertó y se sentó a los pies de la cama. Empezó a hablar; Miguel apenas podía comprenderla y pensó que estaba bebida.
-¿Por qué mi amor hacia Pierre no es lo bastante fuerte como para apartarme de esto? -repetía-. ¿Por qué me empuja a otros amores? ¿Y amores por una mujer? ¿Por qué?
Miguel sonrió.
-¿Por qué te asusta tanto un pequeño desliz? No es nada; pasará. El amor de Pierre ha despertado en ti tu verdadera naturaleza. Estás henchida de amor: amarás a muchas personas.
-No quiero, Miguel. Quiero permanecer entera.
-Esa no es una infidelidad grave, Elena. Lo único que haces es buscarte a ti misma en otra mujer.
De la casa de Miguel se dirigió a la suya, se bañó, descansó y se fue a ver a Pierre. Este se sentía especialmente tierno, tan tierno que disipó sus dudas y su secreta angustia. Elena se quedó dormida en sus brazos.
Leila la esperó en vano. Durante dos o tres días, Elena la apartó de sus pensamientos, saliendo victoriosa de las mayores pruebas de amor que le exigía Pierre, tratando de quedar rodeada y protegida, para no poder escapar de él.
No tardó Pierre en darse cuenta de su zozobra. Casi por instinto, la hacía quedarse cuando pretendía marchar más temprano, impidiéndole físicamente ir a cualquier parte. Un día, yendo con Kay, Elena conoció a un escultor, Jean. Aunque su rostro era suave, femenino y atractivo, le gustaban las mujeres. Elena se puso a la defensiva. El escultor le pidió su dirección y, cuando fue a verla, ella habló volublemente en contra de la intimidad.
-Me gustaría algo más amoroso y cálido -dijo Jean.
Elena se asustó. Se volvió cada vez más impersonal. Ambos estaban incómodos.
«Ahora todo se ha echado a perder -pensó Elena-. No volverá.» Y lo lamentó, pues sentía hacia él una obscura atracción que no podía definir.
Jean le escribió una carta: «Cuando te dejé fue como si volviera a nacer, quedé limpio de toda falsedad. ¿Cómo diste nacimiento a un nuevo yo sin pretenderlo siquiera? Te explicaré lo que me ocurrió una vez. Me. hallaba en la esquina de una calle, en Londres, mirando la luna. La miraba de manera tan persistente que me hipnotizó. No recuerdo cómo volví a casa, muchas horas después. Siempre he creído que durante ese tiempo perdí mi alma en la luna. Eso mismo me ocurrió contigo cuando te visité.»
Mientras leía estas líneas Elena evocaba de forma vivida su voz cantarína y su encanto. Le envió otras cartas con fragmentos de cristal de roca y con un escarabeo egipcio. Elena no las contestó.
Sentía su atractivo, pero la noche que había pasado con Leila le había producido un extraño miedo. Aquel día, al volver a casa de Pierre, se había sentido como si regresara de un largo viaje y hubiera estado apartada de él. Había que renovar todos los vínculos. Era esta separación lo que la asustaba; la distancia que creaba entre su profundo amor y ella misma.
Un día Jean la esperó en la puerta de su casa, y la alcanzó cuando se marchaba, temblando, pálida de la excitación que no la dejaba dormir. Elena odiaba su poder de acobardarla.
Por una coincidencia, según observó él, ambos iban vestidos de blanco. El verano los envolvía. El rostro de Jean era suave y el trastorno emocional que reflejaban sus ojos la atrapó como en una red. Tenía la sonrisa de un niño, llena de candor. Elena sintió a Pierre en su interior, agarrado a ella, reprimiéndola. Cerró los ojos para no ver los de Jean. Pensó que podría sufrir por simple contagio; por el contagio de su fervor.
Se sentaron en una humilde mesa de café. La camarera derramó el aperitivo; disgustado, Jean pidió que secara la mesa, como si Elena fuese una princesa.
-Me siento -dijo Elena- un poco como la luna que se apoderó de ti por un momento y luego te devolvió el alma. No deberías amarme. No se debe amar la luna. Si te acercas demasiado a mí, te haré daño.
Pero vio en sus ojos que ya se lo había hecho. Jean caminó obstinadamente junto a ella, casi hasta la misma puerta de la casa de Pierre.
Encontró a Pierre con la cara descompuesta. Los había visto por la calle, los había seguido desde el café. Había vigilado todos sus gestos y expresiones.
-Hicisteis no pocos gestos emotivos -observó.
Era como un animal salvaje: el cabello le caía sobre la frente, y tenía ojeras. Durante una hora permaneció sombrío junto a ella, presa de la ira y la duda. Ella se excusó; se excusó amorosamente y le tomó una mano. Totalmente exhausto, cayó dormido. Entonces, Elena se deslizó fuera de la cama y permaneció junto a la ventana. El
encanto del escultor se había marchitado, y con él todo lo demás, salvo los profundos celos de Pierre. Pensó en la carne de Pierre, en su sabor, en el amor que les unía y, al mismo tiempo, escuchaba la risa adolescente de Jean; una risa que emanaba confianza y sensibilidad; evocó también el poderoso encanto de Leila.
Estaba asustada porque ya no se sentía vinculada con seguridad a Pierre, sino a una mujer desconocida que yacía dispuesta, abierta y relajada.
Pierre despertó. Extendió los brazos y dijo:
-Ya ha pasado.
Elena se echó a llorar. Quería rogarle que la mantuviera presa, que no permitiera a nadie que la atrajera. Se besaron apasionadamente. El respondió a su deseo encerrándola en sus brazos con tanta fuerza que sus huesos crujieron. Elena se echó a reír y dijo:
-Me estás sofocando.
Entonces se acostó, poseída de un sentimiento maternal que la inducía a proteger a Pierre de todo mal. El, por su parte, parecía creer que podría poseerla de una vez para siempre. Sus celos le inspiraban una especie de furia. La savia ascendió en él con tal vigor, que no aguardó a que Elena experimentara placer. Y ella no deseaba ese placer; se sentía como una madre recibiendo a un niño en su interior, atrayéndolo para arrullarlo y protegerlo. No sentía urgencia sexual alguna; sólo la urgencia de abrirse, recibir, envolver.
Los días en que hallaba a Pierre alicaído, pasivo, inseguro, con el cuerpo laxo, que eludía incluso el esfuerzo de vestirse y salir a la calle, Elena se sentía incisiva y activa. Experimentaba extrañas sensaciones cuando dormían juntos. Durante el sueño, Pierre parecía vulnerable; ella notaba entonces que su fuerza aumentaba. Deseaba penetrarlo, como si fuera un hombre, y tomar posesión de él. Y sentía que querer penetrarlo era como querer apuñalarlo. Permanecía entre el sueño y la vigilia, identificada con la virilidad de Pierre e imaginándose a sí misma tomándolo como él la tomaba.
Otras veces se derrumbaba y volvía a ser ella misma: mar, arena y humedad; entonces ningún abrazo le parecía lo bastante violento, brutal y bestial.
Pero si era cierto que después de los celos de Pierre su amor era más violento, también la atmósfera se enrarecía; sus sentimientos se volvían tumultuosos: había hostilidad, confusión y dolor. Elena no sabía si su amor había echado raíces o bien había absorbido un veneno que aceleraría su decadencia.
¿Había algún obscuro goce en lo que ella echaba de menos, como echaba de menos los placeres mórbidos y masoquistas que otras personas sentían en la derrota, la miseria, la pobreza, la humillación, las complicaciones y los fracasos? Pierre había dicho una vez:
-Lo que más recuerdo son los grandes dolores de mi vida. Los momentos agradables los he olvidado.

Un día Kay fue a ver a Elena; una Kay recién nacida y rozagante. Su aspecto de estar viviendo entre muchos amantes era por fin una realidad. Quería contarle a Elena cómo había equilibrado su vida entre su inconsiderado amante y una mujer. Sentadas sobre la cama, fumaban y conversaban. Kay dijo:
-Tú conoces a la mujer. Se trata de Leila.
Elena no pudo dejar de pensar: «Así pues, Leila ama otra vez a una mujercita. ¿Amará alguna vez a una igual a ella, a alguien tan fuerte como ella misma?» La herían los celos. Hubiera querido hallarse en el lugar de Kay y ser amada por Leila.
-¿Cómo es el amor de Leila? -preguntó.
-Es algo increíblemente maravilloso, Elena. Algo increíble. En primer lugar, siempre sabe lo que quiero, de qué humor estoy yo, qué deseo. Siempre se esmera. Cuando nos reunimos, me mira y sabe. Se toma mucho tiempo para hacer el amor. Te lleva a lugares maravillosos. Lo primero se trata de que el lugar sea maravilloso, dice. Una vez tuvimos que utilizar una habitación de hotel porque Mary ocupaba su apartamento. La lámpara era demasiado fuerte, por lo que la cubrió con su ropa interior. Antes que nada, acaricia los senos. Permanecemos horas besándonos tan sólo. Espera hasta que estemos embriagadas de tanto besar. Quiere que nos quitemos toda la ropa, y permanecemos acostadas pegada una a la otra, enrolladas, besándonos todavía. Se sienta sobre de mí, como si cabalgara, y se restrega contra mi cuerpo. Retrasa el orgasmo todo lo que puede. Hasta que la excitación resulta insoportable. ¡Cuánto tiempo haciendo el amor, Elena, y a qué ritmo tan sostenido! Te quedas con un hormigueo recorriéndote el cuerpo, y deseando más. -Tras una pausa añadió-: Hablamos de ti. Quería saber de tu vida amorosa. Le dije que te obsesionaba Pierre.
-¿Y qué dijo?
-Que nunca tuvo a Pierre más que por el amante de mujeres como la prostituta Bijou.
-¿Pierre amó a Bijou? -Oh, sólo unos pocos días.
La imagen de Pierre haciendo el amor con la famosa Bijou borró la imagen de Leila haciendo el amor con Kay. Era aquél un día de celos. ¿Iba acaso el amor a convertirse en una larga sucesión de celos?
Todos los días aportaba nuevos detalles. Elena no podía negarse a oírlos. A través de ellos odió la feminidad de Kay y amó la masculinidad de Leila. Adivinaba la lucha de ésta para alcanzar la plenitud, y su derrota. Evocó a Leila poniéndose su camisa de seda, de hombre, y los gemelos de plata. Quería preguntarle a Kay qué clase de ropa interior usaba. Deseaba ver a Leila vistiéndose.
Elena pensó que de la misma forma que el homosexual masculino pasivo se convierte en la caricatura de una mujer para su compañero activo, las mujeres que se someten a un amor lésbico dominante caricaturizan las cualidades femeninas más frivolas. Kay así lo demostraba, exagerando sus caprichos y, en realidad,
amándose a sí misma a través de Leila. Y, también, atormentando a Leila como nunca se hubiera atrevido a atormentar a un hombre. Adivinaba que la mujer que había en Leila iba a mostrarse indulgente.
Elena estaba segura de que Leila sufría a causa de la mediocridad de las mujeres con las que le era dado hacer el amor. La relación nunca podía resultar lo bastante gratificadora, marcada como estaba por el infantilismo. Kay llegaba comiendo dulces que se sacaba del bolsillo, como una colegiala. Hacía mohines, dudaba en un restaurante antes de pedir, y luego cambiaba de idea para hacer de cabotine, de mujer de caprichos irresistibles. Pronto Elena comenzó a evitarla y a comprender la tragedia que se ocultaba tras todas las aventuras de Leila. Esta había adquirido un nuevo sexo al desenvolverse más allá del hombre y la mujer. Pensaba en Leila como en una figura mítica, ensanchada y magnificada, que la obsesionaba.
Arrastrada por una obscura intuición, decidió acudir a un salón de té inglés, situado encima de una librería de la rue de Rivoli, donde gustaban de congregarse homosexuales y lesbianas. Se sentaban en grupos separados. Hombres solitarios de mediana edad buscaban chicos jóvenes; las lesbianas de edad madura, muchachas. La luz era tenue, el té perfumado y el pastel adecuadamente decadente.
Al entrar, Elena vio a Miguel y Donald y se unió a ellos. Donald representaba su papel de puta. Le gustaba demostrar a Miguel que podía atraer a los hombres, que podía hacerse pagar con facilidad sus favores. Estaba excitado porque un inglés de cabello gris y aspecto distinguido, del que se decía que pagaba suntuosamente sus placeres, le miraba fijamente. Donald desplegaba sus encantos ante él, lanzándole miradas oblicuas, semejantes a las de una mujer tras un velo. Miguel, algo airado, dijo:
-Si supieras lo que ese hombre exige de sus amantes, dejarías de flirtear con él. -¿Qué? -preguntó Donald, con una curiosidad morbosa.
-¿De veras quieres que te lo cuente?
-Sí.
-Sólo quiere chicos que se tumben bajo él mientras se acuclilla sobre sus caras y las cubre..., ya puedes imaginar de qué.
Donald hizo una mueca y miró al hombre del cabello gris. Apenas podía creerlo a la vista del porte aristocrático del desconocido, de la finura de sus rasgos y de la delicadeza con que sostenía la boquilla de su cigarrillo, de la soñadora y romántica expresión de sus ojos. ¿Cómo podía aquel hombre llevar a cabo un acto semejante? Aquello terminó con las provocativas coqueterías de Donald.
En aquel momento entró Leila, vio a Elena y se sentó a su mesa. Ya conocía a Miguel y a Donald. Le gustaban las pavonerías de Donald: su despliegue de colores imaginarios, de plumas que no tenía, que le evitaban tener que usar tinte en el pelo, rímel en las pestañas y laca en las uñas como las mujeres. Se rió con Donald, admiró la gracia de Miguel y luego se volvió hacia Elena y clavó sus ojos negros en los de ella, intensamente verdes.
-¿Dónde está Pierre? ¿Por qué no lo llevas al estudio de vez en cuando? Voy allí todas las noches, antes de cantar. Nunca has venido a oírme. Estoy en el club todas las noches a partir de las once. -Más adelante ofreció-: ¿Quieres que te lleve adonde vayas?
Se marcharon juntas y ocuparon el asiento trasero de la limusina negra de Leila. Esta se inclinó sobre Elena y cubrió su boca con sus gruesos labios, en un beso interminable que casi le hizo perder la conciencia. Se les cayeron los sombreros al recostar sus cabezas en el asiento. Leila la engullía. La boca de Elena descendió a la garganta de Leila, al escote de su vestido negro, abierto entre sus pechos. Sólo tenía que apartar la seda con la boca para sentir el nacimiento de aquellos senos.
-¿Vas a rehuirme otra vez? -preguntó Leila.
Elena presionó con los dedos las caderas cubiertas de seda, sintiendo su riqueza y la plenitud de los muslos, acariciándolos. La tentadora suavidad del cutis y de la seda del vestido se mezclaban. Notó la pequeña prominencia de la liga. Quiso obligar a Leila a separar las rodillas allí mismo. Leila dio una orden al chófer que Elena no oyó. El coche cambió de dirección.
-Esto es un secuestro -dijo Leila, riéndose. Sin sombrero y con el cabello flotando, penetraron en el obscuro apartamento de Leila, donde estaban echadas las persianas para evitar el calor veraniego. Leila condujo de la mano a Elena hacia su dormitorio; allí cayeron, juntas, en el lecho. Otra vez seda, seda bajo los dedos, seda entre las piernas, hombros sedosos como el cuello y el cabello. Labios de seda temblorosos bajo los dedos. Era como la noche en el fumadero de opio. Las caricias se prolongaban; el suspense se mantenía. Cada vez que se aproximaban al orgasmo y sus movimientos se aceleraban, reanudaban los besos. Era un baño de amor, como el que puede uno darse en un sueño sin fin. La humedad producía leves sonidos de lluvia entre los besos. El dedo de Leila era firme, imperativo como un pene, y su lengua inquisidora conocía todos los rincones en los que podía suscitar el éxtasis.
En lugar de poseer un único centro, el cuerpo de Elena parecía tener un millón de aberturas sexuales, sensibles por igual, con cada célula de la piel magnificada con la sensibilidad de una boca. La misma carne de su brazo se abría y se contraía de pronto al tacto de la lengua o los dedos de Leila. Gimió, y Leila mordió su carne como para provocar un gemido mayor. Su lengua entre las piernas de Elena era como una cuchillada, ágil y aguda; cuando llegó al orgasmo, resultó tan vibrante que sus cuerpos se agitaron de pies a cabeza.
Elena soñaba con Pierre y Bijou. La Bijou de carnes llenas, la furcia, el animal, la leona; una lúbrica diosa de la abundancia cuya carne era un lecho de sensualidad, en todos sus poros y en todas sus curvas. En el sueño, sus manos apretaban, y su carne, fermentada y saturada de humedad, plegada en muchas capas voluptuosas, latía de una manera montañosa y pesada. Bijou estaba siempre boca arriba, inerte, despertando sólo para el momento del amor. Todos los fluidos del deseo rezumaban a lo largo de las sombras plateadas de sus piernas alrededor de sus caderas de violin, y ascendían y descendían con un sonido de seda mojada en torno a los huecos de sus senos.
Elena la imaginaba en todas partes, con la falda estrecha de la mujer de la calle, siempre en busca de su presa, siempre esperando. Pierre había amado su caminar obsceno, su mirada ingenua, su hosquedad de borracha y su voz virginal. Durante unas pocas noches amó aquel sexo errante, aquel vientre ambulante abierto a todos.
Y ahora, tal vez, la amaba de nuevo. Pierre mostró a Leila una fotografía de su madre, de su lujuriosa madre. El parecido con Bijou era sorprendente en todo menos en los ojos. Los de Bijou estaban cercados de malva. La madre de Pierre presentaba un aspecto más sano, pero en cuanto al cuerpo...
«Estoy perdida», pensó entonces Elena. No creyó la historia de Pierre, según la cual Bijou lo había rechazado. Esperando un descubrimiento que disipara sus dudas comenzó a frecuentar el café donde se habían conocido Bijou y Pierre. No descubrió nada, excepto que a Bijou le gustaban los hombres muy jóvenes, de rostro, labios y sangre frescos. Eso la calmó un poco.
Mientras Elena trataba de encontrarse con Bijou y desenmascarar al enemigo, Leila procuraba reunirse con Elena valiéndose de ardides.
Y las tres mujeres se encontraron, empujadas al mismo café, un día de lluvia torrencial. Leila, perfumada y garbosa, con la cabeza alta y una estola de zorro plateado ondulando en torno a sus hombros, sobre su ajustado vestido negro. Elena, con un vestido de terciopelo de color vino. Y Bijou con su atavío de trotona que nunca abandonaba: el vestido negro que le moldeaba los muslos, y los zapatos de tacón muy alto. Leila sonrió a Bijou y luego reconoció a Elena. Temblando de frío, las tres se sentaron ante unos aperitivos. Elena no había esperado verse completamente embriagada por el voluptuoso encanto de Bijou. A su derecha se sentaba Leila, incisiva, brillante; y a su izquierda, Bijou, como un lecho de sensualidad en el que Elena deseaba tenderse.
Leila la observaba y sufría. Empezó a cortejar a Bijou; podía hacerlo mucho mejor que Elena. Bijou nunca había conocido a mujeres como Leila; sólo a las que trabajaban con ella, las cuales, en ausencia de los hombres, se permitían con Bijou orgías de besos para compensar la brutalidad de sus clientes. Se sentaban y se besaban entre sí en un estado hipnótico; eso era todo.
No fue indiferente al sutil halago de Leila ni, al mismo tiempo, al hechizo de Elena. Esta era para ella una completa novedad, pues representaba para los hombres un tipo de mujer opuesto al de la prostituta, una mujer que poetizaba y dramatizaba el amor y lo mezclaba con la emoción; una mujer que parecía hecha de otra sustancia; una mujer que uno imaginaba creada por una leyenda. Sí, Bijou conocía a los hombres lo bastante para saber que aquella mujer les incitaba a iniciarla en la sensualidad y que gozarían viéndola esclavizada por esa misma sensualidad. Cuanto más legendaria fuese la mujer, mayor sería el placer de profanarla y erotizarla. Muy en el fondo, bajo todas las ensoñaciones, ella era otra cortesana que también vivía para el placer del hombre.
Bijou, la prostituta por excelencia, hubiera querido cambiar su vida por la de Elena. Las furcias envidian siempre a las mujeres que tienen la facultad de excitar el deseo y la ilusión lo mismo que el apetito. Bijou, el órgano sexual ambulante, hubiese preferido tener el aspecto de Elena. Y esta última estaba pensando cuánto le hubiera agradado cambiarse por Bijou, de la que los hombres, cansados de cortejos, sólo pretendían sexo de una manera bestial y directa. Elena deseaba ardientemente que la violaran todos los días, sin consideración por sus sentimientos. Bijou, por su parte, aspiraba a ser idealizada. Tan sólo Leila estaba satisfecha de haber nacido libre de la tiranía del hombre, de estar libre de él. Pero no se percataba de que imitar al hombre no era liberarse de él.
Galanteaba con suavidad y halagos a la prostituta de las prostitutas. Como ninguna de las tres mujeres abdicara, al fin salieron juntas. Leila invitó a Elena y a Bijou a su apartamento.
Cuando llegaron, estaba perfumado con humo de incienso. La única luz procedía de los globos de cristal iluminados, llenos de agua e iridiscentes peces, corales y caballitos de mar también de cristal. Esto daba a la habitación aspecto submarino, apariencia de un sueño, de lugar donde tres mujeres, tres tipos distintos de belleza, exhalaban auras tan sensuales, que un hombre hubiera quedado vencido por ellas.
Bijou temía moverse, tan frágil le parecía todo. Se sentó con las piernas cruzadas, como una mora, fumando. Elena parecía irradiar luz, igual que los globos de cristal. Sus ojos brillaban febriles en la semiobscuridad. Para ambas, Leila irradiaba un misterioso encanto; una atmósfera de algo desconocido. Las tres se sentaron en el diván, bajísimo, sobre un pesado mar de cojines. La primera en moverse fue Leila, que deslizó su enjoyada mano bajo la falda de Bijou y suspiró levemente, con sorpresa, ante el inesperado tacto de carne donde había esperado encontrar sedosa ropa interior. Bijou se tendió y tentada su fuerza por la fragilidad de Elena, volvió su boca hacia ella; supo así por vez primera lo que significa sentir como un hombre, y notar la ligereza de una mujer cediendo bajo el peso de una boca, la cabecita empujada hacia atrás por las pesadas manos y el liviano cabello flotando. Las fuertes manos de Bijou describieron gozosas un círculo en torno al delicado cuello. Sostuvo la cabeza como una copa entre sus manos, para beber de su boca largos tragos del néctar de su aliento, con la lengua ondulando.
Leila tuvo celos por un momento. Cada caricia de que hacía objeto a Bijou, ésta la transmitía a Elena; exactamente la misma caricia. Después de que Leila besó la lujuriosa boca de Bijou, esta última tomó los labios de Elena entre Ios suyos. Cuando la mano de Leila se deslizó más adentro bajo el vestido de Bijou, la prostituta introdujo a su vez su mano bajo el de Elena. Esta no se movió, sintiéndose invadida por la languidez. Leila se deslizó sobre sus rodillas y utilizó las dos manos para tentar a Bijou. Cuando levantó su vestido, Bijou echó el cuerpo hacia atrás y cerró los ojos para sentir mejor los movimientos de aquellas manos cálidas e incisivas. Viendo cómo se ofrecía Bijou, Elena se atrevió a tocar su voluptuoso cuerpo y a reseguir todos los contornos de sus abundantes curvas: un lecho de carne suave y firme como plumón, sin huesos, con aroma de sándalo y almizcle. Sus propios pezones se endurecieron al tocar los senos de Bijou. Cuando su mano recorrió la redondez de las nalgas, tropezó con la de Leila.
Leila empezó entonces a desnudarse, mostrando un pequeño y ligero corselete negro de raso, que sostenía sus medias mediante unas mínimas ligas negras. Sus muslos, finos y blancos, brillaban, mientras que sobre su sexo se proyectaba la sombra. Elena desató las ligas, para ver emerger las suaves piernas. Bijou, por su parte, se quitó el vestido por la cabeza y se inclinó hacia adelante para acabar de despojarse de él, exponiendo, mientras lo hacía, la plenitud de sus nalgas, los hoyuelos del final de la espina dorsal y la curva de su espalda. También Elena se despojó de su vestido: llevaba ropa interior negra, de encaje, calada por detrás y por delante, mostrando tan sólo los sombríos repliegues de sus secretos sexuales.
Bajo sus pies se extendía una gran piel blanca. Cayeron sobre ella, los tres cuerpos al mismo tiempo, moviéndose uno contra el otro, para sentir seno contra seno y vientre contra vientre. Dejaron de ser tres personas. Se convirtieron por completo en bocas y dedos y lenguas y sentidos. Sus bocas buscaban otra boca, un pezón o un clitoris. Yacían revueltas, moviéndose muy despacio. Se besaron hasta que ello se convirtió en una tortura y el cuerpo perdió el sosiego. Sus manos siempre hallaban carne rendida o una abertura. La piel sobre la que estaban acostadas desprendía un olor animal con el que se mezclaban los olores del sexo.
Elena buscó el cuerpo más pleno de Bijou. Leila se mostraba más agresiva. Tenía a Bijou tendida a su lado, con una pierna echada sobre su propio hombro, y besaba a la prostituta entre las piernas. De vez en cuando, Bijou se echaba hacia atrás lejos de los incisivos besos y mordiscos, y de aquella lengua, tan tiesa como un sexo de hombre.
Cuando se movía de esta manera, sus nalgas quedaban contra el rostro de Elena, que había estado complaciéndose con su forma y ahora introducía el dedo en la apretada y pequeña abertura. Allí podía sentir la contracción causada por los besos de Leila como si tocara la pared contra la cual Leila movía su lengua. Bijou, separándose de la lengua que la buscaba, se movió en torno al dedo que le procuraba placer. Su goce se expresaba en melodiosos murmullos y, de vez en cuando, como un salvaje en peligro, mostraba los dientes y trataba de morder a quien la estaba martirizando.
Cuando estuvo a punto de sentir el orgasmo y ya no podía defenderse de su propio placer, Leila dejó de besarla, abandonándola a medio camino de la cumbre de una sensación agudísima, al borde del delirio. Elena se había detenido en el mismo momento.
Ya sin control, como una loca magnífica, Bijou se lanzó sobre el cuerpo de Elena, separó sus piernas, se colocó entre ellas, pegó su sexo al de ella y se movió; se movió con desesperación. Como un hombre ahora, se arrojó contra ella, para sentir ambos sexos reunidos, soldados. Se detuvo cuando sintió llegar el placer para prolongarlo; cayó hacia atrás y abrió la boca sobre el pecho de Leila, sobre los ardientes pezones que estaban pidiendo ser acariciados.
Elena se hallaba también sumida en el frenesí que precede al orgasmo. Sintió una mano bajo ella, una mano contra la que podía restregarse. Deseaba hacerlo hasta lograr el orgasmo, pero también quería prolongar su placer. Cesó de moverse. La mano la persiguió. Se puso de pie y de nuevo la mano se desplazó hacia su sexo. Entonces advirtió que Bijou estaba también de pie pegada a su espalda, jadeando. Notó los pechos puntiagudos y el cosquilleo del vello púbico en su trasero. Bijou se restregaba contra ella y se deslizaba arriba y abajo, despacio, sabiendo que la fricción forzaría a Elena a volverse, para sentir sus senos, su sexo y su vientre. Manos; manos por todas partes en seguida. Las afiladas uñas de Leila quemaban la parte más tierna del hombro de Elena entre el pecho y la axila; le hacían daño, pero se trataba de un dolor delicioso: la tigresa estaba agarrándola, despedazándola. El cuerpo de Elena ardía de tal forma que temió que un toque más desencadenara la explosión. Leila se dio cuenta y se separaron.
Las tres se acostaron en el diván. Dejaron de acariciarse y se miraron, admirando su desorden y contemplando la humedad que resplandecía a lo largo de sus hermosas piernas.
Pero no podían mantener sus manos apartadas unas de otras, y ahora Elena y Leila atacaron juntas a Bijou, con el propósito de obtener de ella la última sensación. Bijou fue rodeada, envuelta, cubierta, lamida, besada y enrollada de nuevo en la alfombra de piel, atormentada por un millón de manos y lenguas. Ahora imploraba que la satisficieran; abrió las piernas y trató de darse placer a sí misma por fricción contra los cuerpos de las otras. No se lo permitieron. Con lenguas y dedos, fisgaron en su interior, por detrás y por delante, deteniéndose en ocasiones para lamerse una a otra la lengua. Elena y Leila, boca con boca y lenguas enrolladas, sobre las piernas abiertas de Bijou. Esta se incorporaba para recibir un beso que acabara con su ansiedad, pero Elena y Leila, olvidándola, concentraban todas sus sensaciones en sus lenguas apasionadas. Bijou, impaciente, excitada hasta la locura, empezó a acariciarse, pero Leila y Elena apartaron su mano y cayeron sobre ella. El orgasmo de Bijou sobrevino como un exquisito tormento. A cada espasmo se movía como si la estuvieran apuñalando. Casi lloró porque terminara.
Sobre su cuerpo, tendido boca arriba, Elena y Leila reanudaron sus besos, mientras sus manos seguían su ebria búsqueda, penetrándolo todo, hasta que Elena gritó. Los dedos de Leila habían encontrado su ritmo, y Elena se pegó a ella, esperando que el placer la invadiera, mientras que sus propias manos trataban de dar a Leila el mismo placer. Trataron de llegar al orgasmo al mismo tiempo, pero a Elena le sobrevino primero, y cayó hecha un ovillo, abandonando la mano de Leila, derribada por la violencia del placer. Leila cayó junto a ella, ofreciendo su sexo a la boca de Elena. Mientras ésta sentía que su placer se debilitaba, huía de ella, moría, ofreció a Leila su lengua, que aleteó en la boca del sexo hasta que Leila se contrajo y gimió. Mordió la tierna carne de Leila. En el paroxismo de su placer, ésta no sintió los dientes allí enterrados.
Ahora comprendía Elena por qué los maridos españoles se niegan a iniciar a sus esposas en todas las posibilidades del amor: para evitar el riesgo de despertar en ellas una pasión insaciable. En lugar de quedar contenta y calmada con el amor de Pierre, se había vuelto más vulnerable. Cuanto más deseaba a Pierre, mayor era su ansia por otros amores. Le parecía que no tenía ningún interés por enraizar el amor, por convertirlo en algo fijo. Anhelaba tan sólo el momento de la pasión, viniera de quien viniese.
Ni siquiera quiso volver a ver a Leila. A quien quería ver era al escultor Jean, porque éste se hallaba ahora en el estado fogoso que a ella le gustaba. Anhelaba verse consumida por aquel fuego. «Estoy hablando casi como una santa -pensó-: arder de amor. Pero no de amor místico, sino como consecuencia de un arrollador encuentro sensual. Pierre ha despertado en mí a una mujer que no conozco; a una mujer insaciable.»
Casi como si hubiera obligado a su deseo a que se cumpliera, encontró a Jean, quela esperaba a la puerta de su casa. Como siempre, le llevaba un regalo en un paquete que sostenía torpemente. La forma de mover el cuerpo y el temblor de sus ojos cuando Elena se le acercaba traicionaban la fuerza de su deseo. Ella estaba ya poseída por su cuerpo y él se movía como si ya la hubiese penetrado.
-Nunca vienes a verme -dijo Jean en tono humilde-. Aún no has visto mi trabajo. -Pues vamos ahora -repuso, y con paso ligero y danzante caminó a su lado.
Llegaron a una zona curiosa y solitaria de París, cerca de una de las puertas; una ciudad de cobertizos convertidos en estudios, junto a los hogares de los obreros. Allí vivía Jean, con estatuas en vez de muebles, estatuas de grandes dimensiones. Era inestable, cambiante, hipersensible, pero había creado algo sólido y vigoroso con sus temblorosas manos.
Las esculturas eran como monumentos, cinco veces el tamaño natural: las mujeres embarazadas, los hombres indolentes y sensuales, con manos y pies como raíces de árboles. Había un hombre y una mujer esculpidos tan cerca el uno del otro, que no podían advertirse las diferencias entre sus cuerpos. Los contornos estaban completamente soldados. Unidos por los genitales, se elevaban por encima de Elena y Jean.
A la sombra de esa estatua, avanzaron el uno hacia el otro, sin una palabra, sin una sonrisa. Incluso sus manos permanecieron quietas. Cuando se encontraron, Jean oprimió a Elena contra la estatua. No se besaron ni se tocaron con las manos; sólo entraron en contacto sus torsos, repitiendo en cálida carne humana la soldadura de los cuerpos de la estatua sobre ellos. Jean apretó sus genitales contra los de la joven, con un ritmo lento e hipnótico, como si de esta manera quisiera penetrar su cuerpo.
Se deslizó hacia abajo, como si fuera a arrodillarse a los pies de Elena, pero se puso de nuevo en pie, arrastrando consigo su vestido con la propia presión, hasta que terminó convertido en un abultado montón de tela bajo los brazos de la muchacha. Y de nuevo se apretó contra ella, moviéndose de vez en cuando de izquierda a derecha o viceversa, en ocasiones en círculos y en otras presionando con contenida violencia. Elena sintió el bulto de su deseo que frotaba, como si Jean estuviera encendiendo un fuego por fricción de dos piedras, provocando chispas cada vez que se movía, hasta que ella se deslizó hacia abajo en un sueño de sangre ardiendo. Cayó hecha un ovillo, cogida entre las piernas de Jean, que ahora pretendía fijarla en esa postura, eternizarla, clavar su cuerpo con el vigoroso empuje de su abultada virilidad. Se movieron de nuevo, ella para ofrecer los más profundos recovecos de su feminidad y él para afirmar su unión. Elena se contrajo para sentir más intensamente su presencia, moviéndose con un gemido de goce insoportable, como si hubiera alcanzado el punto más vulnerable del cuerpo del joven.
Jean cerró los ojos para sentir aquella prolongación de su ser en la que se había concentrado toda su sangre y que yacía en la voluptuosa obscuridad de Elena. No pudo aguantar más así; empujó para invadirla, para llenar el fondo de sus entrañas con su sangre, y mientras ella le recibía, el pequeño conducto por el que él se desplazaba se cerró aún más a su alrededor, engullendo en su interior las esencias de su ser.
La estatua arrojó su sombra sobre su abrazo, que no se disolvía. Yacieron como si se hubiesen vuelto de piedra, sintiendo cómo la última gota de placer se alejaba de ellos. Elena ya estaba pensando en Pierre. Sabía que no iba a volver con Jean. «Mañana sería menos hermoso», se dijo. Pensó, con temor supersticioso, que si permanecía con Jean, Pierre notaría la traición y la castigaría.
Esperaba ser castigada. De pie ante la puerta de Pierre, esperaba encontrar a Bijou en la cama con él, con las piernas completamente separadas. ¿Por qué Bijou? Porque Elena esperaba venganza de su propia traición.
Su corazón batió con furia al abrir la puerta. Pierre sonrió, inocente. ¿Pero es que era su propia sonrisa también inocente? Para cerciorarse, se miró en el espejo. ¿Esperaba acaso ver al demonio reflejado en sus ojos verdes?
Observó las arrugas en su falda y las motas de polvo en sus sandalias. Sintió que Pierre se daría cuenta, si hacían el amor, de que la esencia de Jean brotaba junto con su propia humedad. Eludió sus caricias y le sugirió que visitaran la casa de Balzac, en Passy.
Era una tarde de lluvia fina, con esa gris melancolía parisiense que recluía a las gentes en sus casas, que creaba una atmósfera erótica cuando caía como una techumbre sobre la ciudad, encerrándolo todo en un espacio sin tensiones, como en una alcoba. En todas partes, algún recordatorio de la vida erótica: una tienda medio escondida que exhibía ropa interior, ligas y botas negras; el caminar provocativo de la mujer parisiense; taxis transportando a amantes abrazados.
La casa de Balzac se alzaba al final de una calle en cuesta, en Passy, mirando al Sena. Primero tuvieron que llamar a la puerta de una casa de pisos, luego descender un tramo de peldaños que parecían conducir a la bodega, pero que se abrían a un jardín. Tuvieron que atravesarlo y llamar a otra puerta. Esta era la de la casa de Balzac, escondida en el jardín de un edificio de viviendas, una casa secreta y misteriosa, tan oculta y aislada en el corazón de París.
La mujer que abrió la puerta era como un fantasma del pasado: rostro, cabello y vestido ajados, pálidos. Vivir con los manuscritos de Balzac, con los cuadros y grabados de las mujeres a las que amó, con las primeras ediciones de sus libros, la había permeado de un pasado desvanecido y toda la sangre había huido de ella. Su voz era distante y fantasmal. Dormía en aquella casa llena de recuerdos muertos; también ella estaba muerta para el presente. Era como si cada noche yaciera en la tumba de Balzac, para dormir con él.
Los guió a través de las habitaciones, y por último a la parte trasera de la casa. Se dirigió a una trampa, deslizó sus largos y huesudos dedos a través de la argolla, y la levantó para que Elena y Pierre miraran. Daba a una escalerilla.
La trampa la había construido Balzac para que las mujeres que le visitaban pudieran escapar a la vigilancia o las sospechas de sus maridos. El también la usaba, para escapar de sus acuciantes acreedores. La escalerilla conducía a un sendero y luego a una puerta que se abría a una calle aislada que, a su vez, llevaba hasta el Sena. Uno podía escapar antes de que la persona situada ante la puerta principal de la casa tuviera tiempo de atravesar la primera habitación.
A Elena y a Pierre, la trampa les evocó de tal modo el amor de Balzac por la vida, que operó como un afrodisíaco. Pierre le susurró:
-Me gustaría tomarte en el suelo, aquí mismo. La mujer fantasmal no oyó estas palabras, pronunciadas con la llaneza de un apache, pero captó la mirada que las acompañó. El ánimo de los visitantes no estaba en armonía con el carácter sagrado del lugar y los despidió a toda prisa.
El aliento de la muerte había azotado sus sentidos. Pierre llamó un taxi; una vez en el vehículo no pudo esperar. Hizo que Elena se sentara sobre él, dándole la espalda, con toda la longitud de su cuerpo contra el suyo, ocultándolo por completo. Le levantó la falda.
-Aquí no, Pierre. Espera que lleguemos a casa. La gente nos verá. Por favor, espera. ¡Oh, Pierre, me estás haciendo daño! Mira, el guardia nos observa. Y ahora estamos detenidos aquí, y la gente puede vernos desde la acera. ¡Pierre, Pierre, para!
Pero mientras se defendía débilmente y trataba de zafarse, fue conquistada por el placer. Sus esfuerzos para sentarse con tranquilidad aún la hicieron más consciente de cada movimiento de Pierre. Ahora Elena temía que él pudiera acelerar su acto impulsado por la velocidad del taxi y por el miedo de que pronto se detuviera frente a la casa y el conductor se volviera hacia ellos. Y ella deseaba gozar de Pierre, quería reafirmar su vínculo y la armonía de sus cuerpos. Los observaban desde la calle pero no lograba zafarse; él mantenía sus brazos en torno a ella. Entonces, una violenta sacudida del taxi a causa de un hoyo en la calzada los separó. Era demasiado tarde para reanudar el abrazo; el vehículo acababa de pararse. Pierre apenas tuvo tiempo de abotonarse. Elena se dio cuenta de que parecían ebrios y desgreñados. La languidez de su cuerpo le dificultó los movimientos.
Pierre estaba penetrado de un perverso placer por esta interrupción. Le gustaba sentir sus huesos como mezclados en su cuerpo y la casi dolorosa retirada de la sangre. Elena compartió su nuevo capricho; más tarde ambos yacían en el lecho acariciándose y conversando. Elena contó entonces a Pierre la historia que había oído aquella mañana de una joven francesa que cosía para ella.
«Madeleine trabajaba en unos grandes almacenes. Procedía de la más pobre familia de traperos de París. Su padre y su madre vivían de hurgar en los cubos de basura y de vender los fragmentos de hojalata, cuero y papel que encontraban. Madeleine trabajaba en el suntuoso departamento de muebles de dormitorio, bajo la supervisión de un suave, amarillento y tieso encargado. Ella nunca había dormido en una cama; sólo en un montón de trapos y periódicos, en una chabola. Cuando la gente no miraba, palpaba las colchas de raso, los colchones y los almohadones de plumas como si fueran de armiño o chinchilla. Poseía un don natural parisiense para vestirse con elegancia con el dinero que otras mujeres gastaban sólo en medias. Era atractiva, con ojos chispeantes, pelo negro rizado y curvas bien redondeadas. Alimentaba dos pasiones: una, robar unas pocas gotas de perfume o colonia de la sección de perfumería, y otra esperar a que el almacén estuviera cerrado para poder tenderse en las camas más blandas y hacer como que dormía allí. Prefería las que tenían dosel, pues se sentía más segura acostada bajo cortinas. El encargado solía tener tanta prisa por marcharse que podía disponer de unos pocos minutos para recrearse en su fantasía. Pensaba que cuando yacía en una cama semejante, sus encantos femeninos quedaban un millón de veces realzados y hubiera querido que los hombres elegantes que veía en los Campos Elíseos la contemplaran allí y se percataran del buen aspecto que presentaba en un hermoso dormitorio.
Su fantasía se hizo más compleja. Se las arregló para poner un tocador con espejo frente a la cama, de tal manera que podía admirarse echada. Un día, cuando ya había cumplido con todas las etapas de la ceremonia, vio que el encargado la había estado mirando sorprendido. Cuando estaba a punto de saltar de la cama, él la detuvo.
-Madame -dijo (siempre la había llamado mademoiselle)-, estoy encantado de conocerla. Espero que le haya complacido esta cama hecha para usted, según sus instrucciones. ¿La encuentra bastante blanda? ¿Cree usted que le gustará a monsieur le Comte?
-Afortunadamente, monsieur le Comte ha salido de viaje, estará fuera una semana y yo podré gozar de mi cama con alguien más -replicó ella, sentándose y ofreciendo su mano a aquel hombre-. Ahora bésela como si besara la mano de una dama en un salón.
Sonriendo, obedeció con delicada elegancia. En aquel momento, oyeron un ruido y ambos se esfumaron en distintas direcciones.
Todos los días robaban cinco o diez minutos a la desbandada de la hora del cierre. Con la excusa de poner cosas en orden, quitar el polvo o rectificar errores en las etiquetas de los precios, montaban la escena. El encargado añadió el toque más efectivo: un biombo. Más tarde, sábanas con puntillas procedentes de otro departamento. Hizo la cama y abrió el embozo. Después de besar las manos a la muchacha conversaron. El la llamaba Nana. Como ella no conocía el libro, se lo regaló. Lo que ahora preocupaba al encargado era que el vestidito negro de Madeleine no hacía juego con la colcha color pastel. Tomó prestado un sutil négligé que llevaba un maniquí durante el día y cubrió a Madeleine con él. Aunque pasaran por allí vendedores o vendedoras, no verían la escena tras el biombo.
Cuando Madeleine hubo gozado del besamanos, el encargado depositó un beso más arriba, en el brazo, en la parte interior del codo. Allí el cutis era más sensible, y cuando ella dobló el brazo, pareció como si el beso quedara encerrado y potenciado. Madeleine lo dejó allí como si conservara una flor; más tarde, cuando estuvo sola, abrió el brazo y se besó en el mismo sitio, como para devorarlo más íntimamente. Ese beso, depositado con tanta delicadeza, era más poderoso que todos los pellizcos groseros que había recibido por la calle como tributo a sus encantos, o que las obscenidades susurradas por los obreros: Viens que je te suce.
Al principio, el encargado se sentaba a los pies de la cama, pero acabó tendiéndose al lado de la muchacha para fumarse un cigarrillo con todo el ceremonial de un adicto al opio. Los alarmantes pasos al otro lado del biombo daban a su encuentro el carácter secreto y peligroso de una cita de amantes.
-Debemos escapar a la celosa vigilancia del conde -dijo Madeleine-. Me está poniendo nerviosa.
Pero su admirador fue lo bastante sagaz como para no decir: "Pues venga usted conmigo a cualquier hotel." Sabía que aquello no podía suceder en una habitación sucia, en una cama de latón con mantas desgarradas y sábanas grisáceas. El encargado depositó un beso en el lugar más cálido del cuello de Madeleine, bajo el rizado cabello, luego en el borde de la oreja, donde la muchacha no pudo llegar después; donde tuvo que limitarse a tocarse con los dedos. Su oreja ardió todo el día después de ese beso, pues más bien fue un pequeño mordisco.
En cuanto Madeleine se acostaba, la invadía una languidez que podía deberse a su concepción de la conducta aristocrática, a los besos que ahora caían como collares sobre su garganta y más abajo, en el nacimiento de los senos. No era virgen, pero la brutalidad de los ataques que había sufrido, aplastada contra una pared en las calles obscuras, pegada al suelo de un camión o tumbada en las chabolas de los traperos, donde la gente copulaba sin molestarse siquiera en mirarse a la cara, nunca la había excitado tanto como aquel gradual y ceremonioso cortejo de sus sentidos. Durante tres o cuatro días el encargado hizo el amor a sus piernas. Hizo que se calzara aquellas zapatillas forradas de piel, la despojó de las medias, le besó los pies y se los sostuvo como si estuviera poseyendo su cuerpo entero. Por entonces, ya estaba dispuesto a levantarle la falda, y había inflamado tanto el resto del cuerpo de Madeleine que ya estaba madura para la posesión final.
Como disponían de poco tiempo, porque tenían que abandonar el almacén con los demás, el encargado tuvo que prescindir de las caricias para poder poseerla. Y ahora ella no sabía qué prefería: si sus caricias se prolongaban demasiado, no tendría tiempo de tomarla; si procedía directamente, experimentaría menos placer. Tras el biombo se desarrollaron escenas propias de los más fastuosos dormitorios, sólo que con más prisas, y cada vez tenían que volver a vestir el maniquí y rehacer la cama. Nunca se encontraron más que en aquellos momentos; aquél era su sueño del día. El sentía desprecio por las sórdidas aventuras de sus camaradas en hoteles de cinco francos Actuaba como si hubiera visitado a la más agasajada prostituta de París y fuera el amant de coeur de una mujer mantenida por los hombres más ricos.»
-¿Llegó a destruirse el sueño? -preguntó Pierre.
-Sí. ¿Te acuerdas de la huelga de grandes almacenes? Los empleados permanecieron allí encerrados durante dos semanas. En ese tiempo, otras parejas descubrieron la blandura de las camas de mejor calidad, de los divanes, sofás y chaise longues, y también las variantes con que pueden amenizarse las posturas de amor cuando las camas son anchas y bajas, y los ricos tejidos acarician la piel. El sueño de Madeleine se convirtió en propiedad pública y en una vulgar caricatura de los placeres que ella había conocido. El carácter único de su encuentro con su amante tocó a su fin. El volvió a llamarla mademoiselle y ella monsieur. El encargado llegó, incluso, a encontrar deficiencias en el trabajo de vendedora que llevaba a cabo Madeleine, y ella acabó por dejar el almacén.
Elena alquiló una vieja casa en el campo para pasar los meses de verano, y tenía que pintarla. Miguel había prometido ayudarla. Comenzaron por el desván, pintoresco y complejo: una serie de pequeñas e irregulares habitaciones, unas dentro de otras, añadidas en ocasiones como ocurrencias tardías.
También estaba allí Donald, pero a él no le interesaba pintar. Se iba a explorar el vasto jardín, la aldea y el bosque que rodeaba la casa. Elena y Miguel trabajaban solos, cubriendo lo mejor que podían con pintura las viejas paredes. Miguel sostenía su brocha como si estuviera ejecutando un retrato y se apartaba para examinar sus progresos.
Mientras trabajaban juntos recuperaron el humor de su juventud.
Para sorprenderla, Miguel se refirió a su «colección de culos» y pretendió que ése era un aspecto peculiar de la belleza que le tenía cautivado, pues Ronald lo poseía en el más alto grado. El arte consistía en hallar un culo que no fuera demasiado esférico, como el de la mayor parte de las mujeres, ni demasiado plano, como el de casi todos los hombres, sino algo intermedio, algo digno de ser agarrado.
Elena se reía. Pensaba que cuando Pierre le volvía la espalda se convertía en una mujer para ella y le hubiera gustado violarlo. Podía imaginar a la perfección los sentimientos de Miguel cuando yacía sobre la espalda de Donald.
-Si el culo es lo bastante redondeado y firme, y el muchacho no se ha puesto en erección -dijo Elena-, entonces no hay mucha diferencia con respecto a una mujer. ¿Tanteas pues en busca de la diferencia?
-Sí, desde luego. Piensa lo lamentable que resultaría no encontrar nada ahí, y también hallar el exceso de las prominencias mamarias más arriba: pechos para dar de mamar, algo para quitarle a uno el apetito sexual.
-Algunas mujeres tienen los pechos muy pequeños -dijo Elena.
Ahora le tocaba a ella encaramarse a la escalera para alcanzar una cornisa y la inclinada esquina del tejado. Al levantar el brazo, arrastró hacia arriba su falda. No llevaba medias. Sus piernas eran suaves y delgadas, sin «exageraciones esféricas», como había dicho Miguel rindiéndoles homenaje ahora que sus relaciones estaban a salvo de cualquier esperanza sexual por parte de Elena.
El deseo de Elena de seducir a un homosexual era un error común entre mujeres. Por regla general, hay un punto de orgullo femenino en eso; un deseo de probar el propio poder contra rarezas muy enraizadas, tal vez un sentimiento de que todos los hombres que escapan a la regla deben ser de nuevo seducidos. Miguel sufría tales embates todos los días. No era afeminado, se comportaba normalmente y sus gestos eran masculinos. Pero en cuanto una mujer empezaba a desplegar su coquetería ante él, era presa del pánico. Preveía de inmediato todo el drama: la agresión de la mujer, la interpretación de su pasividad como simple timidez, sus insinuaciones y el odiado momento en que debería rechazarla. Nunca podía hacerlo con calma e indiferencia. Era demasiado tierno y compasivo. A veces sufría más que la propia mujer, cuya vanidad era todo cuanto importaba. Mantenía una relación tan familiar con las mujeres, que siempre sentía como si estuviera hiriendo a una madre, a una hermana o de nuevo a Elena, en una de sus transformaciones.
Por entonces sabía ya qué daño le había causado a Elena al ser el primero en inspirarle dudas acerca de su capacidad para amar o para ser amada. Cada vez que Miguel rechazaba las insinuaciones de una mujer, pensaba que estaba cometiendo un crimen menor, que mataba una fe y una confianza para siempre.
¡Qué hermoso era estar con Elena, gozando de sus encantos femeninos sin peligro! Pierre se encargaba de la Elena sensual. Al mismo tiempo, ¡qué celoso estaba Miguel de Pierre! Tanto como lo había estado de su padre cuando era pequeño. Su madre siempre lo echaba de la habitación en cuanto entraba el padre. Este se mostraba impaciente por verle salir. Odiaba la forma en que se encerraban juntos durante horas. En cuanto su padre se marchaba, el amor, los abrazos y los besos de su madre volvían a él.
Cuando Elena decía «Voy a ver a Pierre», sucedía lo mismo. Nada podía hacerla volver. No importaba cuánto placer sintieran juntos, ni cuánta ternura derramara ella sobre Miguel: cuando era hora de estar con Pierre, nada podía retenerla.
Le atraía también el misterio de la masculinidad de Elena. En cualquier lugar que estuviera con ella sentía aquella vital, activa y pasiva acción de su naturaleza. En su presencia renegaba de su pereza, de su vaguedad, de sus dilaciones. Ella era el catalizador.
Miró sus piernas. Piernas de Diana, de Diana cazadora, el muchacho-mujer. Piernas para correr y saltar. Le invadía una poderosa curiosidad por ver el resto de su cuerpo. Se acercó más a la escalera. Las estilizadas piernas desaparecían en unas bragas con puntillas. Quiso ver más.
Ella miró abajo, hacia él, y le encontró de pie observándola con los ojos dilatados. -Elena, sólo quisiera ver cómo estás hecha.
Ella le sonrió.
-¿Me dejarás que te mire? -Ya me estás mirando.
Miguel levantó el extremo de la falda y la abrió como un paraguas sobre él impidiendo a Elena que le viera la cabeza. Ella empezó a descender de la escalera, pero las manos de Miguel la detuvieron. Habían agarrado la goma de las bragas y la ensancharon para bajárselas. Elena permaneció en mitad de la escalera, con una pierna más alta que otra, lo que impedía descender a las bragas. Miguel atrajo la pierna hacia sí para poder sacárselas del todo. Apoyó cariñosamente las manos en sus nalgas. Al igual que un escultor, resiguió los exactos contornos y sintió su redondez y su firmeza como si se tratara del simple fragmento de una estatua que hubiera desenterrado y de la que se hubiera perdido, el resto del cuerpo. No tomó en consideración la carne circundante ni las curvas. Acarició sólo las nalgas y gradualmente las atrajo hacia abajo, cada vez más cerca de su cara, impidiendo que Elena se volviera mientras bajaba.
Se abandonó al capricho de Miguel, pensando que iba a ser tan sólo una orgía de ojos y manos. Cuando llegó al último peldaño, él tenía una mano alrededor de cada redondo promontorio y los acariciaba como si fueran pechos, volviendo en su caricia al punto de partida, como hipnotizado.
Ahora Elena le contemplaba cara a cara, apoyada en la escalera. Tuvo la sensación de que trataba de tomarla. Al principio la tocaba donde la abertura era demasiado pequeña y le hizo daño. Elena gritó. Entonces Miguel avanzó, dio con la verdadera abertura femenina y se percató de que podía deslizarse por aquella vía; ella se maravilló de notarlo tan fuerte, en su interior y moviéndose. Pero, aunque se meneaba vigorosamente, no aceleraba sus gestos para alcanzar el climax. ¿Iba haciéndose cada vez más consciente de que se hallaba dentro de una mujer y no de un muchacho? Con lentitud, se apartó, dejando a Elena a medio penetrar, y ocultó su rostro, para que no percibiera su desilusión.
Ella le besó para demostrarle que aquello no iba a enturbiar sus relaciones, que comprendía.
A veces, en la calle o en un café, Elena se quedaba hipnotizada por el rostro de souteneur de un hombre, por un corpulento obrero con botas hasta la rodilla o por una cabeza brutal, criminal. Experimentaba un temblor sensual de miedo, una obscura atracción. La hembra que había en ella se sentía fascinada. Por un segundo, imaginaba que era una furcia a la espera de una puñalada en la espalda a causa de alguna infidelidad. Sentía ansiedad. Estaba en una trampa. Olvidaba que era libre. Se había despertado en ella un obscuro estrato fungoso, un primitivismo subterráneo, un deseo de sentir la brutalidad del hombre, la fuerza que podría obligarla a abrirse, que podría saquearla. Ser violada constituía una necesidad para la mujer; un deseo secreto y erótico. Tenía que liberarse de esas imágenes.
Recordó que lo primero que amó en Pierre fue el peligroso brillo de sus ojos; los ojos de un hombre sin sentido de la culpa ni escrúpulos, que tomaba lo que le gustaba y gozaba inconsciente de los riesgos y las consecuencias.
¿Qué se había hecho de aquel indomable y voluntario salvaje a quien encontrara en un camino de montaña una deslumbrante mañana? Ahora estaba domesticado. Vivía para hacer el amor. A Elena eso le hizo reír. Era ésta una cualidad que raramente se encontraba en un hombre. Pero él seguía siendo un hombre en el que predominaba la naturaleza. En ocasiones le decía:
-¿Dónde está tu caballo? Siempre tienes el aspecto de haber dejado el caballo a la puerta y estar a punto de galopar de nuevo.
Dormía desnudo. Odiaba pijamas, quimonos y zapatillas. Arrojaba los cigarrillos al suelo. Se lavaba con agua helada, como un pionero. Se reía de las comodidades. Elegía la silla más dura. Una vez, su cuerpo estaba tan caliente y polvoriento y el agua que empleaba tan helada, que el agua se evaporó y salió humo de sus poros. Tendió hacia Elena sus manos humeantes, y ella dijo:
-Eres el dios del fuego.
No podía someterse al tiempo. Ignoraba qué podía hacerse o no hacerse en una hora. La mitad de su ser permanecía siempre dormido, enrollado en el amor materno que ella le daba; hecho un ovillo en la ensoñación y en la indolencia, hablando de los viajes que iba a emprender y de los libros que iba a escribir.
En raros momentos, era también puro. Tenía la delicadeza de los gatos. Aunque dormía desnudo, nunca se paseaba desnudo.
Pierre tocaba con intuición todas las regiones del entendimiento. Pero no vivía en ellas; no dormía ni comía en esas regiones superiores, como hacía Elena. A menudo discutía, luchaba y bebía con amigos de lo más ordinario y pasaba veladas con personas ignorantes. Elena no podía hacerlo. A ella le gustaba lo excepcional, lo extraordinario. Esta circunstancia los separaba. A Elena le hubiera gustado ser como él y acercarse a todo el mundo, pero le resultaba imposible, lo cual la entristecía. A menudo, cuando salían juntos, ella le dejaba.
Su primera discusión seria fue a causa del tiempo. Pierre le telefoneaba y le decía:
-Ven a mi apartamento hacia las ocho. Ella tenía su propia llave. Iba y tomaba un libro. El llegaba a las nueve o bien la llamaba cuando estaba ya allí esperándolo y le decía: «Voy en seguida», y se presentaba dos horas más tarde. Una noche la hizo esperar demasiado tiempo (y la espera resultó tanto más penosa porque Elena lo imaginaba haciendo el amor con otra); cuando Pierre llegó, ya se había marchado, lo que le puso furioso. Pero no cambió de costumbres. En otra ocasión, ella se encerró y no le permitió entrar. Estaba de pie tras la puerta, escuchando y esperando que no se fuera, pues lamentaba que la noche se echara a perder. Pero no abrió, y volvió a pulsar el timbre con mucha suavidad. Si lo hubiera hecho con ira, hubiera permanecido inmóvil, pero el toque fue suave, propio de una persona arrepentida, así que abrió la puerta. Elena todavía estaba furiosa. El la deseaba, y su resistencia lo excitaba. Y a ella le entristecía el espectáculo de ese deseo.
Tuvo el presentimiento de que Pierre había provocado aquella escena. Cuando más excitado se ponía, mayor era la indiferencia de Elena, que se cerró sexualmente. Pero la miel manaba de los cerrados labios y Pierre estaba en éxtasis. Se volvió más apasionado, obligándola, con sus fuertes piernas, a separar las rodillas, vaciándose en su interior con ímpetu, en un orgasmo de tremenda intensidad.
Mientras que en otras ocasiones si ella no sentía placer lo hubiera fingido para no herir a Pierre, esta vez no hubo disimulo alguno. Cuando la pasión de Pierre estuvo satisfecha, le preguntó a su compañera:
-¿Has sentido placer?
-No -respondió ella.
El se sintió herido. Sintió toda la crueldad de su rechazo. -Te quiero más de lo que tú me quieres -le dijo a Elena. Pero sabía cuánto lo quería ella, y estaba confundida.
Más tarde, Elena yacía con los ojos abiertos por completo, pensando que la tardanza de Pierre era inocente. Ya se había quedado dormido, como un niño, con los puños cerrados y el pelo en la boca de Elena. Seguía dormido cuando ella se marchó. En la calle la invadió una oleada de ternura de tal intensidad que tuvo que regresar al apartamento. Se arrojó sobre él diciendo:
-He tenido que volver, he tenido que volver.
-Yo quería que volvieras. -La tocó. Estaba muy, muy húmeda. Mientras la penetraba dijo-: Me gusta ver cómo te hiero ahí, cómo te apuñalo ahí, en tu herida.

Y hurgaba en su interior, para arrancarle el espasmo que había retenido.
Cuando le dejó, se sentía dichosa. ¿Puede el amor convertirse en un fuego que no quema, como el fuego de los santones hindúes? ¿Estaba aprendiendo a caminar, por arte de magia, sobre brasas?