lunes, 11 de enero de 2010

Alberto Marpez - Llegaste Desnuda, como siempre

 

Ya es la hora. Ella vendrá. Puntual.
    Como siempre.
    Veo la neblina nimbada. Me envuelve una bruma de fragancias a flores y hembra en celo. Aquí está, ya llegó. Desnuda, endemoniadamente desnuda.
    Su belleza sobrenatural subyuga, aturde, devora.
   Su cuerpo es una invitación al sexo más salvaje. Sus prominencias son puro fuego, senos blancos y turgentes coronados con dos magníficos soles rosados siempre erguidos.
    Sus curvas están hechas para la pasión. Y la perversión.
    Su pubis es un mínimo triángulo invertido señalando el húmedo camino del placer. Los labios color salmón regalan néctar, impacientes por ser besados.
    No sé quién es. No sé qué es. Pero estas nunca han sido razones suficientes para no amar a alguien.
    La conocí a los quince años, cuando padecí una enfermedad que casi acaba conmigo. En aquél momento nadie pensó que yo pudiera salvarme. Una fiebre feroz devastaba mi cuerpo y deliraba empapado en mi propio sudor.
    Vagando perdido en el límite entre la vida y la muerte la vi por primera vez. Quizás la vida, la muerte y la pasión estén hechas de la misma sustancia.
    Sobreviví. Y desde entonces acude a mi encuentro todas las noches, a las doce exactas.

    Su cabello negrísimo es largo y serpentea perezoso en su espalda hasta acariciar su culo perfecto. Las nalgas son montañas atravesadas por el cauce de un río que pide a gritos la exploración de sus profundidades.
    Toda su piel de luna emana un brillo nacarado. Sus piernas son largas y aún los torneados tobillos parecen la obra maestra de un eximio escultor.
    Me mira y me pierdo en sus ojos celestes. Su lengua juega traviesa entre sus labios carnosos.

    No habla, pero yo la escucho. Su voz aterciopelada desgarra desde dentro mi cabeza, mi pecho, mis genitales. «Hazme tuya», ruega. «Haz conmigo lo que desees», pide. «Te necesito ahora», clama.
    Se acerca. Como siempre.

    Aunque me duerma en mi espera, me despierta. Me sacude. Me excita. Me electriza. Me inmoviliza de ardor. Me incita a hacer el amor, a perderme en el infierno de su carne pálida.
    Desde que la vi por primera vez ninguna otra mujer ha existido en mi vida. No son nada. No se aproximan ni remotamente a tanta hermosura.
    ¿Que es irreal?... Sí, por supuesto. ¿Pero qué ser amado es real to–tal–men–te?
    He vivido obsesionado con ella. Perdidamente enamorado. Ciego al mundo, sordo a todo. Esperando con desesperación su llegada cada noche.
    Y paradójicamente también he vivido rechazándola día tras día con los últimos restos de mi voluntad. Algo en mi interior intuye que si accedo a su invitación me perderé para siempre. Si cedo, nunca más la veré, nunca más me veré.
    Me atrae como la hoguera a la mariposa nocturna.
    Camina hacia mí con paso felino. Como siempre.

    Pero esta vez creo que adivina que mis defensas se desmoronan, que hoy no sé si podré resistir, que hoy no sé..., si quiero resistir.
    Su fuego frío me envuelve. Tiemblo y ardo al mismo tiempo. Mi sexo se enloquece. Mi mente se paraliza. Mi carne vibra sin freno. Mi semen es lava ardiente que busca desesperadamente su erupción.
    La escucho otra vez. «No me rechaces», me ruega.
    No, no, no...
    Me digo que no. No debo...
    «Te quiero», me susurra. Y me toca. Me acaricia. Me avasalla. Su cuerpo suplica por el mío. El sudor perla mi frente.
    No, no...
    «Te amo», me confiesa. Su aliento es dulce, irresistible, embriagante. Su boca roza mis labios y los enciende.
    No...

    Como nunca.
    La beso. La abrazo. Me hundo en la rosa abierta de su sexo. Me quemo en las llamas del éxtasis más sublime.

     Estallo en miles de chispas de pura luz arco iris.

    Comprendo que el amor puede ser eterno aunque dure solamente un instante.
    Y me resigno a lo inexorable...

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